Consumir como consumidores y no como espectadores
Consuming as consumers and not as spectators

José Clavero Berlanga
Lidia Santiago Calahorro

Málaga (España)

     
             
             
     

RESUMEN

     
     

El poder socializador de la televisión es tanto y tan intenso que, a través de ella, se han ido adquiriendo modelos y hábitos de comportamiento que, hasta hace aproximadamente cuatro décadas,nos eran totalmente ajenos y desconocidos.

A través de ella se ha sido testigo y asistido atentos a la vida «maravillosa» y de lujo de artistas y famosos hasta entonces, admirados además de por su trabajo, aún más por el halo de misterio e idealización de sus vidas, sus gustos, sus pertenencias, sus hogares, sus amores y sus pasiones.Sin embargo, el momento presente ha supuesto, por parte de los medios de comunicación en general y de la televisión en particular, un invasión íntima del día a día y hasta de los momentos más insulsos y cotidianos y exentos de halo mágico o misterio de artistas y personalidades públicas; a la par que se ha «entronizado» o «divinizado» a cualquier individuo que sea cual sea la razón o méritos personales ha llegado a todos los hogares a través de las 625 líneas de la pantalla.

¿Es esto lo que verdaderamente demanda la audiencia? Las cadenas de televisión que emiten en abierto en este país a nivel nacional, tanto públicas como privadas aprovechan cualquier ocasión, dentro de su propia programación, para argumentar,que la escasa calidad de la misma es debido a que emiten la televisión que la audiencia demanda.Pero, si se permite una metáfora, cuando uno tiene hambre y no tiene nada que llevarse a la boca, uno se vuelve menos «escrupuloso» y se come cualquier cosa.

Desde este trabajo de investigación se considera que el verdadero problema es que el espectador no tiene conciencia de sí mismo como consumidor de medios.Cuando se lee o escucha las conclusiones de diversos estudios de comunicación en las que los espectadores se consideran consumidores de medios no se sienten identificados porque hasta ahora siempre se ha sido simples espectadores y como la propia palabra significa este papel se vería relegado a contemplar expectantes las imágenes y contenidos que se emiten por televisión fuesen las que fuesen o sean las que sean.Sin embargo, si se creen verdaderos consumidores de los medios de comunicación se trataría de hacer un consumo más racional de los mismos a la vez que se sería capaz de añadir a ese papel de espectadores un acto volitivo y racional que llevase a decidir «esto lo quiero consumir y esto no» además se tendría conciencia de que en tanto que consumidores se goza de unos derechos amparados por la ley de los que no se goza en cuanto espectadores y se tendría conciencia y capacidad de acción cuando se considerase que los derechos han sido vulnerados..

     
      ABSTRACT      
      Watching television, according to the point of view of the audience, means being passive subjects. However, if we would realize that we are true consumers of mass media, surely we would try to consume them more rationally, while we would be able to confer to this consumption a voluntary and rational nature that would make us to decide «this is what I want to consume and this isn’t».  Moreover, we would realize that as consumers we have rights, rights sheltered behind the law, and we do not enjoy these rights as audience.Also, we would be able to react if we would consider that those rights have been violated.      
      DESCRIPTORES/KEYWORDS      
     

Televisión, audiencia, consumidores, espectadores.
Television, audience, consumers, spectators.

     
     

El poder socializador de los medios de comunicación, en general y de la televisión, en particular, es tanto y tan intenso que, a través de ella, hemos ido adquiriendo modelos y hábitos de comportamiento que, hasta hace apenas tres décadas, nos eran totalmente ajenos y desconocidos. Esto ha conllevado la realización de multitud de investigaciones y estudios sobre el papel de los medios de comunicación y sobre su influencia y repercusión en la audiencia. En esta situación de profunda influencia televisiva, queremos plantear la necesidad de que el espectador tome conciencia y responsabilidad como consumidor de mensajes televisivos. Asimismo, queremos reivindicar el protagonismo de la audiencia en las parrillas de programación de las televisiones públicas; así como la creación de entidades de participación ciudadana, independientes de grupos políticos, sindicales y de otra índole. Queremos hacer un llamamiento a las propias cadenas de televisión públicas sobre su responsabilidad ineludible a la hora de atender al verdadero «interés público». También queremos reflexionar sobre el actual fenómeno de «espectacularización» (los espectadores como espectáculo). Por otra parte, creemos imprescindible también hacer una llamada de atención a las televisiones públicas para que adquieran el compromiso de contribuir a la rentabilidad social y cultural, ayudando a formar telespectadores más formados y activos, dejando a un lado el share o la cuota de pantalla.

Las características propias de la televisión: aúna sonido e imagen en movimiento; así como su inmediatez y comodidad en la recepción, han hecho que, actualmente, se consolide como el medio de comunicación «estrella», por antonomasia, y el que goza de una mayor audiencia. Una de las cuestiones que cabe plantearse, con respecto a este medio, sería la de conocer cuáles son sus verdaderas funciones, puesto que las que se le otorgan tradicionalmente(informar, formar y entretener) habría que incluirlas dentro del esquema más general del paradigma de Lasswell. Según este autor, el proceso de comunicación cumple tres funciones principales en la sociedad: «a) la vigilancia del entorno, revelando todo lo que podría amenazar o afectar al sistema de valores de una comunidad o de las partes que la componen; b) la puesta en relación de los componentes de la sociedad para poder producir una respuesta al entorno; c) la transmisión de la herencia social».

No podemos ni debemos obviar que no toda la información se procesa, por parte del receptor, con el mismo grado de dificultad o facilidad. Esto hace que, en los momentos destinados al descanso o al ocio, generalmente, los telespectadores prefieren ver una programación basada en el entretenimiento-espectáculo. Incluso, en muchas ocasiones, y dado el aislamiento en el que los individuos se encuentran, cada vez más, en muchos hogares unipersonales, la televisión se enciende de forma automática, e inconsciente, como un «telón de fondo», al que ni se mira ni se atiende, mientras que se realizan otras tareas, puesto que parece hacer que todos nos sintamos menos aislados y solitarios.

Quizás por estas características propias del medio, la televisión es el medio de comunicación que más se ha visto afectado por este inusitado interés por mostrar y ver, en la pantalla, la vida cotidiana y hasta, las acciones más simples y triviales, de personas que, ya sea cuales sean sus logros o atributos, si alguna vez aparecieron un segundo en la pantalla del televisor, parecen tener razones para seguir haciéndolo. Sin duda, en el momento presente, asistimos a uno de los fenómenos mediáticos más significativos, por lo que conlleva de voyeurismo o de inclusión en la vida del otro, a través de la mirada, de una manera tan explícita y abierta que, en múltiples ocasiones, lleva a la vulneración del derecho a la intimidad. A través de la televisión, somos testigos y asistimos atentos a la vida «maravillosa» y de lujo de artistas y famosos, hasta entonces, admirados además de por su trabajo, aún más por el halo de misterio e idealización de sus vidas, sus gustos, sus pertenencias, sus hogares, sus amores y sus pasiones. Sin embargo, el momento presente ha supuesto, por parte de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular, una invasión íntima del día a día y hasta de los momentos más insulsos y cotidianos, exentos de cualquier tipo de enigma o halo mágico, de artistas y personalidades públicas; a la par que se ha «entronizado» o «divinizado» a cualquier individuo que, sea cual sea la razón, o méritos personales ha llegado a nuestros hogares a través de las 625 líneas de la pantalla.

Podría parecer, en toda esta amalgama de mensajes confusos y vacíos de un contenido sólido que los respalde, que lo único importante es tener a la audiencia sentada frente al televisor, el máximo número de horas posible. Esta situación, deja totalmente indefenso a aquellos espectadores que no son capaces de decidir si quieren ver lo que están viendo. «Al contrario de lo que parece, los medios y su tecnología no son lo básico en la comunicación. Lo importante es el mensaje, su sujeto emisor y su destinatario». Jorge Yarce considera que la comunicación no debe entenderse como la codificación, transmisión y decodificación de mensajes, sino como un proceso del hombre para el hombre. En este sentido, y dotando de un pleno protagonismo comunicativo, tanto al emisor como al receptor, quedan totalmente ajenos al proceso, y carentes de interés otras circunstancias tanto contextuales como otro tipo de intereses de cualquier índole.

Armand y Michèle Mattelart consideran que corresponde a quienes financian los medios de comunicación la observación y evaluación de «los efectos de los medios de comunicación en los receptores». Dentro de los campos de observación, se encuentran: el comportamiento, la actitud, las emociones, el nivel de conocimientos, los actos… Asimismo, estos autores diferencian entre la noción de comunicación aislada, como un acto verbal de forma voluntaria y consciente y la comunicación como un proceso social permanente, en el que se integran diferentes modos de comportamiento como: la palabra, el gesto, la mirada y el espacio interindividual. Ambos autores afirman que, según el análisis funcional, los medios de comunicación, son mecanismos de ajuste que «resultan sospechosos de violencia simbólica y son temidos como medios de poder y dominación».

1. Sentido y finalidad de la comunicación social

Una de las cuestiones que se podría plantear sería la de cuál es el verdadero sentido de la comunicación social. Según Carlos Martínez Thiem, el sentido de la comunicación social «no es el de fundar la sociedad, y tampoco puede llegar a destruirla, al menos totalmente». Así pues, este autor considera que se trata de un intento de mejora, en un sentido amplio, que debe afectar tanto a las personas como a la información.

«La sociología funcionalista consideraba los medios de comunicación, nuevos instrumentos de la democracia moderna, como mecanismos decisivos de la regulación de la sociedad y, en este contexto, no podía sino defender una teoría acorde con la reproducción de los valores del sistema social, del estado de cosas existente». En este sentido, una de las preguntas que cabría hacerse, y relacionándola con el contexto democrático, es la de la participación ciudadana en los medios de comunicación. Por supuesto, no nos referimos, en absoluto, a la participación como público asistente a un programa para aplaudir cuando el regidor así lo indique; sino a una participación nacida de un consenso, y amparada por asociaciones o entidades independientes que defiendan los verdaderos intereses de los telespectadores, así como el tan debatido y polémico concepto de «interés público». Cabe aclarar que no nos referimos a las asociaciones de telespectadores, sino a otro tipo de entidades mucho más amplias y menos restringidas. Creemos que los ciudadanos deberíamos estar representados en los medios de comunicación social públicos, independientemente de intereses políticos y económicos.

Por otra parte, pensamos que no es lógico que actualmente no exista una distinción mayor entre las televisiones públicas y privadas que la de la titularidad de las empresas y la forma de financiación de éstas. Consideramos que una de las premisas fundamentales debe basarse en el contenido y en los intereses que ambas defiendan o por los que ambas aboguen; es decir, tanto las televisiones públicas como las privadas que emiten en abierto deberían ofrecer una programación de calidad, lo cual no implica que tengan que «copiar» o imitar los formatos de unas a otras, porque esta medida reduce la pluralidad en la oferta de las parrillas de programación televisiva.

2. La necesidad de la participación ciudadana

En las televisiones públicas, la participación ciudadana en la configuración de las parrillas de programación debería ser una realidad. La audiencia no puede ser olvidada ni obviada, ni considerada únicamente en términos cuantitativos de rating o de share, sino que se deberían atender a los intereses de la audiencia en un sentido amplio y altruista. Como afirma el profesor J. Ignacio Aguaded: «En la medida que los ciudadanos/as, asociados en plataformas con peso y eco social, reclamen una mejora de los contenidos de la televisión, se podrá conseguir mejoras cualitativas».

El considerar a la audiencia como un ser pasivo al que se le arrogan contenidos debe dar paso a una presencia en los medios públicos de la ciudadanía que supervise, aporte ideas, intereses y necesidades a la hora de programar.Si por algo se caracteriza la sociedad actual es por su heterogeneidad, la pluralidad y el colorido social favorecido por los procesos de globalización, obviar esta realidad y no llevarla a las televisiones públicas mediante mecanismos reales de participación provoca que se programe para el pueblo pero sin el pueblo, valga la expresión.Indudablemente, afrontar el reto supone romper los esquemas en los que la televisión pública ha ido confeccionando los contenidos. Hasta ahora la presencia política en los medios de comunicación públicos es más un sistema de pesos y contrapesos que busca la neutralidad del medio respecto a la política y que rara vez funciona en lugar de ser un representación real de la pluralidad política. La televisión pública para ser de todos debe teneruna presencia real de la ciudadanía más allá de las limitaciones del sistema democrático mediante partidos políticos. Por tanto, avanzar en la democracia, solventar los déficits democráticos de las sociedades es un paso indispensable para el problema que nos atañe. No obstante, somos conscientes de que, en la práctica, es difícil determinar la forma para llegar a esta solución «ideal». Por ello, no nos parece adecuada la representación de los telespectadores atendiendo a intereses políticos, la creación de Consejos Audiovisuales de Sabios o Comités de Expertos, u otros mecanismos de autoevaluación internos a la propia entidad. Coincidimos plenamente con el profesor García Galindo en el hecho de que es necesario fomentar una nueva cultura de la comunicación y de la información, como un derecho inalienable e incuestionable de los ciudadanos. Así como: «Potenciar, por tanto, medios y formas alternativas de la comunicación social, que entren en conflicto armónico con los medios tradicionales, en los que los grupos sociales (…) puedan manifestarse abiertamente».

Si se nos permite utilizar un ejemplo gastronómico, de la multitud de productos que podemos encontrar en el supermercado, cada comprador elige unos para llenar su cesta de la compra; así pues, no todos compramos lo mismo; porque nuestra realidad, nuestros gustos, nuestros intereses y necesidades no son los mismos. Por lo tanto, la conformación de una parrilla de programación que atienda a las necesidades concretas de la audiencia en general no es posible, porque no se trata de una «masa uniforme», compacta y homogénea, sino que se trata de un amplio y diverso mosaico social, con multitud de variables que deben ser contempladas y recogidas en la parrilla de programación de las televisiones públicas. Sabemos que esto es una empresa harto complicada, pero muy necesaria, dada la diversidad, heterogeneidad y complejidad de la sociedad actual. En la actualidad, esta demanda no es atendida, debido a que, en la mayoría de los casos, en la práctica, se sigue únicamente el criterio de división de la programación en franjas horarias, de modo que se concibe a la audiencia como un todo, que se puede fragmentar según las edades de los telespectadores. En este sentido, pensamos que la pretensión de las actuales cadenas de televisión pública, que emiten en abierto, de hacer una programación genérica y generalista, que «guste a todo el mundo», no sólo puede resultar absurda, sino que resulta también un contrasentido. Nosotros, como ciudadanos y telespectadores no necesitamos que la parrilla de programación de nuestra actual televisión pública programe para nosotros, como público objetivo (target), durante las 24 horas del día; sino que nos bastaría con saber que somos el público objetivo concreto de algún programa acorde con nuestros intereses y necesidades.

3. La situación actual de las televisiones en abierto

Podríamos preguntarnos si la televisión actual atraviesa una profunda crisis de contenido. Desde muchos sectores sociales, han saltado las alarmas sobre los contenidos televisivos y se emplea el término «televisión de calidad» como la salvación de los telespectadores frente al término «telebasura». No es el objeto de esta comunicación el analizar ambos conceptos…

De las tres funciones que se le atribuyen a la televisión: informar, formar y entretener, parece que solo el entretenimiento se expande por las programaciones, dejando algunos espacios a la vertiente informativa, y relegando al ostracismo a la formativa. Tal vez estemos ante una nueva configuración del medio televisivo como mero emisor de espectáculos y la información y la formación son productos que otros medios los resuelven de una forma mucho más eficaz, como es el caso, de Internet.Cabría añadir que la presencia de la información en televisión es mayor en la medida que esta sea espectacular.El concepto espectador lleva implícito el término espectáculo, y como dijo Nietzsche no hay espectador sin espectáculo.

El concepto de telebasura recaeen gran medida en los programas de entretenimiento, un entretenimiento que avanza imparable adentrándose en ámbitos de la vida privada de ciertos personajes que se desenvuelven casi en exclusiva en el ámbito televisivo sin más transcendencia que la ellos generan.Podía decirse que la aparición de esta realidad televisiva aparta a la audiencia del mundo real, de los problemas que nos afectan realmente en el día a día. El entretenimiento y la evasión se convierten en la premisa fundamental de las audiencias. Que pudiendo elegir entre unos programas y otros se agolpan en torno a ciertos programas a los que se les califica de «telebasura».Por tanto, las cuestiones a resolver no sería tanto el análisis de estos programas, su posible extirpación de las parrillas y sustitución por otros, sino cuestionarnos la sociedad postmoderna en la que vivimos.«Vivimos una era del voyerismo, nos hemos convertido en mirones», como ya supo ver A. Hitchcock, que espían la vida del otro. Quizá hoy vivamos un nuevo giro sociocultural en el ver/mirar mediático: ya no somos observados por el «Big Brother» orweliano; ya no es la tiranía del sistema o de una élite desde una torre de control la que observa todos nuestros movimientos y nos dirige; ahora nosotros, los individuos, miramos al «Big Brother» atentamente, ávidamente, a fin de obtener algo de él.Asistimos a una creciente colonización de lo público por lo privado.Lo público es la gran pantalla donde se proyectan y exhiben las preocupaciones, las confesiones, las intimidades y los secretos privados.El espacio público es vaciado, desaparece.La necesidad de postración de la interioridad denuncia la pobreza de humanidad, sentido y relación de nuestra sociedad y de las mismas personas.

Los reality show han llegado a constituirse como una característica de la televisión de estos tiempos. No son el fruto aislado de unos programadores, sino el resultado de un proceso lento, en el que intervienen multitud de factores. El espectáculo televisivo se va extendiendo a todas las facetas humanas: la política, la ficción, la realidad social… Como una mancha de aceite se extiende rápidamente por cualquier acontecimiento y en aras de un derecho a informar junto a la llamada «histeria por la audiencia» pueden llegarse a los extremos informativos.

Los reality show comienzan a implantarse en España a medida que se van incorporando a la oferta televisiva nuevos canales. Por tanto, se tiende a situar el fenómeno del reality show siempre en relacióncon las cadenas televisivas de capital privado; es decir, se vincula la calidad de estos programas con la privacidad del medio (la mala calidad, en este caso) y siempre como herramienta para la captación de audiencias. Sin embargo, esta idea extendida no tiene fundamento pues estos programas nacen en las televisiones públicas. Para demostrar que el reality show no puede limitarse dentro de los efectos directos de la privatización y comercialización televisiva bastará con echar una mirada al pasado: descubriremos que en Europa, los pioneros de estos programas son las televisiones públicas de Alemania e Inglaterra.

Cuando la televisión pública estaba libre de competencia, la audiencia era un problema de carácter secundario. Pero cuando irrumpen en el mercado televisivo las cadenas privadas se producen una división de la audiencia, es decir, los espectadores se disgregan por la oferta televisiva en continua expansión. Para agrupar a la audiencia en torno a un canal de televisión se recurren a programas de éxito probad. En los últimos años, parece ser, y así lo demuestran los datos y análisis de audiencias, los reality show son un recurso de audiencia muy importante, en tanto que se traduce en ingresos por publicidad. Su importancia es tal que transciende no sólo a las programaciones, sino que representa una transformación del modo de hacer televisión y consumir programas. Se trata, sobre todo, de una nueva relación social entre el público y la televisión en su conjunto.

Los números que nos hablan de ingresos por publicidad que originan los reality show, los índices de audiencias, la situación de estos programas en el ranking televisivo, etc. no dejan duda de sus ventajas económicas y lo útiles que resultan para las empresas televisivas.Esto no es óbice para plegarnos a las razones económicas y a la idea de que lo bueno es lo rentable. Es más, que se acierte en los gustos del público no quiere decir que sea un buen producto. Aquí radica uno de los grandes problemas: no existeninguna relación entre la audiencia y la calidad de un programa. Sin embargo, los datos económicos y de audiencia no explican el fenómeno del reality show. Los factores que concurren en el éxito de esta fórmula televisiva se han de buscar también en un cambio importante de las formas de consumo, interpretación y participación en los medios por parte del público y que tienen explicaciones psicológicas, culturales y morales. Estos factores pueden explicarse a través de las características esenciales que parecen definir al reality show. Ellas son, además de la disolución de los géneros en contenedores televisivos, la presencia de un concepto de información, la narración visual y oral en claves de ficción, el acto de manipulación que comparten televisión y público, y finalmente la cuestión de la verdad que subyace en los programas como garantía de credibilidad.

Atendiendo a las actuales parrillas de programación de las televisiones públicas y privadas en abierto de nuestro país, los programas del corazón, los «reality shows», junto con las teleseries y los espacios de ficción parecen copar prácticamente la totalidad de las parrillas de las mismas, con la excepción de los espacios informativos en los que, progresivamente, y cada vez más, parecen tener cabida también otros aspectos lúdicos tales como estrenos estelares de la cartelera cinematográfica, así como un creciente protagonismo de los espacios deportivos, que les ha llevado incluso a tener mini espacios propios. Estos programas son los que se llevan la mayor cuota de pantalla (share) ¿Es esto lo que verdaderamente demanda la audiencia? Paradójicamente, las cadenas de televisión que emiten en abierto en nuestro país a nivel nacional, tanto públicas como privadas, aprovechan cualquier ocasión, dentro de su propia programación, para argumentar que la escasa calidad de la misma es debida a que emiten la televisión que la audiencia demanda. Pero, si se nos permite una metáfora, cuando uno tiene hambre y no tiene nada que llevarse a la boca, uno se vuelve menos «escrupuloso» y se come cualquier cosa (hasta lo que nunca antes le hubiese gustado probar).

4. Sobre el concepto de consumidor

Llegados a este punto, se hace necesario definir y contextualizar el concepto de consumidor por el que abogamos. El término «consumidor» procede de la ciencia económica, aunque hoy en día forma parte también del lenguaje jurídico. Para los economistas, consumidor es un sujeto de mercado que adquiere bienes o usa servicios para destinarlos a su propio uso o satisfacer sus propias necesidades, personales o familiares. Lo que pretende el consumidor es hacerse con el valor de uso de lo adquirido, no emplearlo en su trabajo para obtener otros bienes o servicios; en este sentido, el consumidor participa en la última fase del proceso económico. En cambio, el empresario, a diferencia de éste adquiere el bien por su valor de cambio, con el fin de incorporarlo transformado, a sus procesos de producción o distribución, con el fin de recuperar más tarde lo invertido y multiplicarlo; es decir, para obtener nuevos valores de cambio.

La determinación del concepto de «consumidor» está vinculada a la evolución experimentada por el movimiento de protección de los consumidores en las últimas décadas. Cada vez, se ha ido ampliando el número de personas que se consideran necesitadas de una protección especial en materia de consumo. En términos generales, pueden distinguirse dos nociones distintas de consumidores: «una noción concreta o estricta, centrada esencialmente en quienes adquieren bienes o servicios para su uso privado. Y una noción amplia o abstracta que incluye a todos los ciudadanos en cuanto personas que aspiran a tener una adecuada calidad de vida». Sin duda, es esta última acepción a la que nos referimos cuando pensamo que los usuarios de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular, deberían ser considerados y tenidos en cuenta, y no ser tratados como la de simples usuarios o público objetivo (target).

Dentro de la noción de consumidor como «cliente», se incluye a cualquier persona que interviene en relaciones jurídicas, situado en la posición de demanda, en un vínculo convencional, con el titular de la oferta; es decir, que en esta noción de consumidor, se comprendería a los clientes de una empresa, sin que sea relevante la finalidad perseguida por éstos al tomar parte en esa relación contractual. En este sentido, por tanto, será considerado consumidor cualquier comprador, arrendador, usuario y espectador.

Desde este trabajo de investigación, consideramos que el verdadero problema es que el espectador no tiene conciencia de sí mismo como consumidor de medios. Cuando leemos o escuchamos las conclusiones de diversos estudios de comunicación en las que los espectadores se consideran consumidores de medios no nos sentimos identificados porque hasta ahora siempre hemos sido simples espectadores; y como la propia palabra significa, nuestro papel se vería relegado a contemplar expectantes las imágenes y contenidos que se emiten por televisión fuesen los que fuesen o sean las que sean. Sin embargo, si nos creyésemos verdaderos consumidores de los medios de comunicación, trataríamos de hacer un consumo más racional de los mismos a la vez que seríamos capaces de añadir a ese papel de espectadores un acto volitivo y racional que nos llevase a decidir «esto lo quiero consumir y esto no». Además, tendríamos conciencia de que, en tanto que consumidores, gozamos de unos derechos amparados por la ley, de los que no gozamos en cuanto que espectadores y tomaríamos una actitud activa y participativa cuando considerásemos que nuestros derechos han sido vulnerados.

5. La televisión espectáculo

Actualmente, la situación de la televisión es la de tender a hacer de todo un espectáculo. Esto afecta a todas las facetas televisivas. Una de las más afectadas es la vertiente informativa, en la que se tiende a mostrar solo aquello que entre dentro de los parámetros del espectáculo, en el que el espectador, en una actitud pasiva, crea entrar en el conocimiento de la realidad mediante la televisión. Hacemos nuestras las palabras de Ignacio Ramonet cuando indica que a la tendencia creciente a confundir información con comunicación se debe añadir un malentendido fundamental: Muchos ciudadanos estiman que, confortablemente instalados en el sofá de su salón, mirando en la pequeña pantalla una sensacional cascada de acontecimientos a base de imágenes fuertes, violentas y espectaculares, pueden informarse con seriedad. Sin embargo, según afirma esta autor, esto constituye un error mayúsculo. Primero porque el periodismo televisivo, estructurado como una ficción, no está hecho para informar sino para distraer; segundo porque la sucesión de imágenes breves y fragmentadas (una veintena por telediario) produce un doble efecto negativo de sobreinformación y desinformación; finalmente, porque querer informarse sin esfuerzo es una ilusión más acorde con el mito publicitario que con la movilización cívica. En este sentido, Ramonet afirma: «Informarse cuesta y es a ese precio que el ciudadano adquiere el derecho a participar inteligentemente en la vida democrática».

La necesidad de tener como receptor a una audiencia que se mantenga activa en el proceso televisivo ha sido una demanda anhelada desde muchos sectores y muchos intentos se han hecho para crear audiencias con sentido crítico. Esta demanda se hace más patente en lo referente a la faceta informativa de los medios, elemento vertebrador de las democracias, y la búsqueda de las herramientas para favorecer la creación de una audiencia madura, reflexiva y crítica han movilizado infinidad de propuestas muchas de las cuales empiezan en la escuela (uno de los sectores sociales más preocupados por esta dimensión).Pero suele ocurrir que se olvida la faceta del entretenimiento. En las televisiones donde el entretenimiento es la base programática de las parrillas parece olvidarse por completo a la audiencia en relación al aporte de contenidos que lo enriquezcan y se le otorga la plena responsabilidad de decisión sobre ver o no ver el producto televisivo ofertado mediante la acción directa sobre el mando de su televisión, haciendo zapping o apagando el televisor. Esta situación descarga de responsabilidad al emisor y el receptor asume todas las consecuencias habidas y por haber de lo que implica ver esos programas.De esta forma, se construye el discurso acomodaticio, por parte de las televisiones, de que se elaboran los programas que gustan a la audiencia y solamente se plantean el cambio de estrategias programáticas siempre que sean solicitadas por la audiencia, mediante la migración a otras alternativas; o cuando se sospecha que el modelo «se agota» o está llegando al final de su vida útil. Esto crea la ilusión de que es la audiencia quien realmente controla el sistema, cuando es al justamente al contrario.

Otra característica que se deriva de lo anterior es el hecho de que las televisiones presentan una programación mimética unas de otras.El programa de éxito de una cadena es presentado de forma muy similar en otras cadenas y así se crea una uniformidad en las parrillas en las que la técnica del zapping (a nivel de búsqueda de distintos contenidos) queda inoperativa; el espectador vagabundea cadena tras cadena mirando el mismo contenido bajo el prisma de distintas cadenas y bajo nombres distintos del programa. Este mimetismo es patente en los programas de entretenimiento e igualmente presente en los informativos. Como Ramonet señala únicamente basta con que un hecho se emita por una cadena de televisión y repetido por otro medio (por ejemplo: la prensa escrita y la radio) y por las restantes cadenas de televisión, para que la audiencia le de crédito y lo considere como verdadero, sin necesidad de mayores exigencias. Y como actualmente los medios funcionan entrelazados, en bucles, de forma que se repiten e imitan entre ellos, es frecuente la confirmación por parte de un medio de la noticia que éste mismo lanzó a partir de la reproducción de la misma en otro medio, es decir, la legitimación de un medio a través del contenido de otro. Este mismo autor considera que incluso se produce a veces un auténtico mimetismo mediático, «una especie de fiebre que se apodera súbitamente de los medios y que los impulsa, con la más absoluta urgencia a precipitarse para cubrir un acontecimiento bajo el pretexto de que otros -en particular los medios de referencia- conceden a dicho acontecimiento una gran importancia». De este modo, los medios se autoestimulan o se sobreexcitan unos a otros sin más motivos que la imitación. Como ejemplo de esto, podemos tomar el seguimiento mediático del final del Pontificado de Juan Pablo II.

Llegados a este punto, cabría preguntarse, como ciudadanos, de qué manera podemos saber lo que es cierto o no, al no existir otras alternativas de información y si se nos transmite una imagen verdadera de la realidad, o nos encontramos ante una realidad virtual creada en y por los medios. Ramonet afirma que la audiencia: «no puede comparar unos medios con otros. Y si todos dicen lo mismo no está en condiciones de llegar, por si mismo, a descubrir lo que pasa».

La pobreza de la «dieta televisiva» hace que el espectador se vaya progresivamente empobreciendo. La facilidad de consumo de ciertos programas favorece que la audiencia se quede inerte ante el espectáculo televisivo y los mire con ojos muertos y se acomode a estos programas y vaya descartando otros programas que exigen un mayor nivel de atención. Por ejemplo, los programas del corazón, que a su vez se alimentan y sirven para alimentar a otros programas de televisión, aportan objetivamente muy pocos datos (no entraremos en la importancia de esos datos), pero son continuamente enunciados, debatidos, reafirmados mediante textos impresionados en pantallas, comentados en los programas de la mañana, de la tarde y nuevamente tratados en los programas de la noche. Al final, es fácil para el espectador tener la ilusión de conocer y participar, aunque de forma pasiva, de lo que se presenta en pantalla. No ocurre lo mismo con la información, que necesita de mayor concentración por parte del espectador, tener conocimientos anteriores y mayor capacidad de relación. Ante esto, las televisiones no hacen nada. Se limitan a narrar en el espacio informativo de turno lo ocurrido, y se desvinculan de informar de antecedentes y repercusiones.Esto ocurre siempre que no salte algún gran acontecimiento o suceso con el que crear el bucle informativo, repetir y repetir pocos datos con los que el acomodado espectador entra en la ilusión de creerse informado.

6. El salto de espectador a consumidor

El espectador es el asistente a un espectáculo. Sin espectáculo no existe el concepto de espectador. Por tanto, si abandonamos el término de espectador, tal vez podamos adentrarnos en otras formas de televisión.

La palabra consumidor parece estar avalada por un aire de actividad, una palabra decisiva en las economías de mercado que le dan un valor muy importante. Todo parece girar en torno al consumidor como el garante de un sistema de oferta y demanda (no entraremos en determinar si la oferta se generada sin demanda del consumidor o viceversa) y que se le otorga la particularidad de ser el destinatario final de todo el proceso de consumo. Ante esta realidad, el Derecho ha protegido al consumidor mediante leyes.

En cuanto a los teleespectadores, la ley garantiza derechos vinculados a la libre expresión y a la información, sin decir nada del entretenimiento. En este sentido, no pedimos que las leyes intervengan en los contenidos, sino intentar que el destinatario final del producto televisivo no sea la estación final donde las televisiones «descargan» sus productos. Pedimos que el antiguo teleespectador se revista del término consumidor, que sea consciente de que está consumiendo un producto, y que de este hecho se desprenden ciertas consecuencias.

El consumo es un acto libre; y la libertad del ciudadano viene determinada por numerosos factores sociales. Potenciar estos factores es una pieza clave para poder hacer un ciudadano libre y consciente de sus actos. La educación es una pieza clave para conseguir esto, pero restringir únicamente la educación al ámbito de la escuela es muy limitador; y la educación debería extenderse a todos los ámbitos. Todas las acciones encaminadas hacia la búsqueda de una nueva forma de hacer televisión parecen apoyarse en el última parte del proceso de comunicación: en el receptor, la parte más débil y con menos recursos para intervenir realmente en el proceso.La apuesta por dotar al receptor de herramientas para ver la televisión no es otra cosa que aportar herramientas de defensa ante mensajes que implícitamente se consideran dañinos para el receptor. Parece denotar la incapacidad de cambiar el sistema al encaminar todos los esfuerzos para proteger a la ciudadanía del ataque de los medios. La creación de esta idea (víctimas y verdugos) provoca tensiones a la hora de plantear el problema y buscar soluciones.

Si se plantease la cuestión en términos de consumidores, tal vez se aquilatase la situación. No parece cuestionarse, en igual medida, la calidad de las publicaciones impresas, si las editoriales editan libros «basura» que la gente compra o no.En este caso, el acto de compra configura las relaciones de oferta y demanda bajo el acto de compra que clarifica las partes que entran en relación. En el caso de la s televisiones públicas y privadas que emiten en abierto, al no existir acto de compra quedan indeterminadas las variables de oferta y demanda.Pese a no existir el acto de compra, sí existe una acto de consumo; y como todo acto de consumo deber ser un acto responsable (responsabilidad compartida entre el emisor y el receptor).

La aparición de más televisiones de pago, las nuevas posibilidades de conformarse la propia programación gracias a la televisión digital parecen, en un primer momento, una solución ante la actual televisión en abierto, sin embargo, encierra los mismos problemas que las emisiones en abierto: la responsabilidad de los emisores y la responsabilidad de los receptores.

     
     
Referencias
     
     

MATTELART, A. y MATTELART, M. (1997): Historia de las teorías de la comunicación. Barcelona, Paidós.
YARCE, J. (1986): Filosofía de la comunicación. Pamplona, EUNSA.
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José Clavero y Lidia Santiago son profesores del IES Guadalpín Marbella e IES Albayzín de Granada (España) (jose_clavero@hotmail.com) (santiagolidia@hotmail.com).