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Prosumidor, emirec, medios digitales, empoderamiento, mercado, prosumición, marketing, alienación
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En los años 70 del siglo XX se enuncian dos teorías contrapuestas sobre la comunicación, a partir de las ideas esbozadas por Marshall McLuhan y Barrington Nevitt en su obra «Take today: The executive as a dropout» (1972), en la que afirmaban que con la tecnología el consumidor podría llegar a ser, al mismo tiempo, un productor. Por un lado, Jean Cloutier define su teoría del emirec que se centra en la comunicación, la interacción y la creación en todos los campos. Por otro, Alvin Toffler enuncia por primera vez su teoría del prosumidor, de raíz eminentemente económica y centrada en el mercado, como demostraremos más adelante. Resulta necesaria una relectura en profundidad de las aportaciones de estos dos autores para identificar la verdadera naturaleza de ambos términos, considerados erróneamente como equivalentes o sinónimos.
Emirec y prosumidor no evocan la misma realidad. La prosumición es un proceso de raigambre económica, mientras que la teoría del emirec se centra exclusivamente en el ámbito de la comunicación. Diferentes académicos han analizado la labor de los prosumidores como un elemento clave para el engranaje del modelo económico actual. Los siguientes autores, entre otros, lo consideran como una palabra clave para caracterizar nuevas relaciones de mercado entre consumidores y productores. Ritzer y Jurgenson (2010) defienden la emergencia de un «capitalismo del prosumidor» y la necesidad de una «sociología de la prosumición». Fuchs (2010), basándose en la noción del trabajo de las audiencias de Smythe (1977), introdujo el concepto de «trabajo del prosumidor mediático y de Internet». Huws (2003) afirma la existencia de un «trabajo de consumo» que es capacitado por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Bruns (2008) acuñó el término «produsuario» que evoca la figura del usuario que produce sus propios bienes y/o servicios. Kücklich (2005) fue el primero en mencionar la necesidad de estudiar el llamado «trabajo lúdico» que prolifera en las redes sociales y en el seno de las franquicias mediáticas y culturales transmedia. Hardt y Negri (2000), y Ritzer, Dean y Jurgenson (2012) vinculan a este productor como actor imprescindible para la «fábrica social», que genera una ingente producción inmaterial (Lazzarato, 1996) en el contexto de la Web 2.0 donde los usuarios consumen información y producen contenidos a través de plataformas de diferente naturaleza (Chia, 2012; Shaw & Benkler, 2012). En este modelo de capitalismo informacional, se genera un excedente ético en los contenidos y los mensajes (Arvidsson, 2005) constituyéndose un modelo de consumo informativo a la carta (Sunstein, 2001) o pro-am (Leadbeater & Miller, 2004).
A diferencia de todas estas nociones, que dialogan de cerca con la dimensión claramente economicista y mercantil del prosumidor de Toffler, la noción de emirec evoca implícitamente cuestiones vinculadas al campo de la comunicación y, desde su origen, se centra en procesos comunicativos dialógicos, democráticos, no jerárquicos y horizontales.
Las perspectivas desde las que se ha abordado el estudio de la prosumición varían desde el campo de la convergencia de medios (Sánchez & Contreras, 2012), el mundo del marketing (Tapscott, Ticoll, & Lowy, 2001; Friedman, 2005; Tener & Weiss, 2004) y el análisis de la participación del ciudadano en el entramado social (Fernández-Beaumont, 2010). De todas estas aproximaciones, las vinculadas al campo de la economía han ocupado el espacio que le correspondería a las teorías y modelos que se derivan del emirec, por lo que se hace imprescindible una revisión de ambos conceptos –prosumidor y emirec– aparentemente semejantes pero sustancialmente diferentes.
El estudio profundo de la prosumición resulta inseparable de la utilización de categorías de análisis insertas en el campo de la economía. Cualquier aproximación a la noción de prosumidor nos lleva al libro «La tercera ola» (Toffler, 1980), donde se diferencian tres momentos clave en la historia de las relaciones económicas. La primera ola surge con la revolución agrícola y se establece entre los siglos IX y XVIII. En este periodo, la mayoría de los individuos consumían lo que ellos mismos producían, eran prosumidores. A partir del siglo XVIII, se inicia la llamada segunda ola, cuando la revolución industrial modifica la forma de producción y establece una separación entre las funciones de producción y consumo, que tiene como principal consecuencia el nacimiento del mercado entendido como un conjunto de redes de intercambio comercial. Esta segunda ola diferencia a los que producen bienes de aquellos que los adquieren; el individuo tipo de este tiempo es consumidor de los bienes que otros producen. La tercera ola –a partir de los años 40 del siglo XX– conlleva la reaparición de un prosumidor sobre una base de alta tecnología que permite la producción de los propios bienes para el sustento del mercado. Este proceso se muestra de forma evidente en el mundo digital.
Tras las aportaciones iniciales de Toffler, el concepto de prosumidor fue refinado por Don Tapscott en su obra «The digital economy» (1995). Tapscott actualiza la visión de la prosumición en una época en la que los avances tecnológicos capacitaban más que en ningún momento anterior la convergencia entre productores y consumidores. La dimensión económica del término fue renovada y potenciada por este autor, quien definió las características fundamentales del prosumidor 2.0: libertad, customización, escrutinio y comparación antes de la compra, búsqueda de integridad y coherencia en el mensaje de las marcas, colaboración en la realización o el diseño de los productos y servicios, búsqueda del entretenimiento, demanda de suministro instantáneo e innovación constante de los productos (Tapscott, 2009). La prosumición resultaría un elemento clave para entender las nuevas normas del marketing del siglo XXI, basadas en la transición de los productos a las experiencias, del espacio físico de venta a la ubicuidad proporcionada por los dispositivos digitales y de los procesos tradicionales de promoción y publicidad a las dinámicas de comunicación y diálogo entre marcas y usuarios, originando una evolución que parte del autor como productor único al usuario como prosumidor (Hernández, 2017). Dos obras de Tapscott contribuyen notablemente a acrecentar la expansión del término prosumidor: «Wikinomics. Nuevas formas para impulsar la economía mundial» (2001) y «Grown up digital. How the net generation is changing your world» (2009).
En conexión con las ideas de Tapscott, resulta evidente que en una economía informacional como la actual, la producción de datos de los usuarios constituye un elemento fundamental para el mercado. En las plataformas digitales y las redes sociales, los usuarios constantemente crean y reproducen contenido y perfiles que contienen datos personales, relaciones sociales, afectos, comunicaciones y comunidades. En este modelo, todas las actividades online son almacenadas, evaluadas y mercantilizadas. Los usuarios no solo producen contenidos, sino también un conjunto de datos que son vendidos a las empresas de publicidad que, de este modo, son capaces de presentar anuncios personalizados en función de los intereses de los sujetos. Los usuarios son, por tanto, consumidores productivos que producen bienes y beneficios que son explotados de forma intensiva por el capital (Fuchs, 2015: 108).
El prosumidor digital, por tanto, no se configura como un individuo empoderado, sino alienado mediante la conversión de las labores pagadas necesarias para el mercado en trabajo no remunerado. Para ello, una de las técnicas utilizadas es el crowdsourcing, estrategia esencial para lograr la implicación y vinculación emocional de los usuarios (Aitamurto, 2013; Marchionni, 2013). Lejos de configurarse como un motor democratizador del comercio (Howe, 2008: 14), el crowdsourcing puede ser definido como un mecanismo que el capitalismo informacional utiliza para la creación de valor y la intensificación de la explotación (Fuchs, 2015: 156).
A la vez, la prosumición digital está gobernada por procesos de coerción. Las grandes compañías digitales monopolizan la provisión de determinados servicios -como la creación de vastas redes de conectividad social- y, por ello, son capaces de ejercer una invisible fuerza coercitiva sobre los usuarios, que se resisten a abandonar tales plataformas a fin de mantener sus relaciones sociales y no verse abocados a un evidente empobrecimiento en términos comunicativos y sociales.
La llegada de la Web 2.0 (O´Reilly, 2005) abre nuevas oportunidades de comunicación y participación de las audiencias en el discurso público, incluso para el desarrollo de actividades de ciberactivismo (Tascón & Quintana, 2012); de forma que el otrora receptor pasivo tiene la posibilidad de convertirse en emisor de mensajes. Rublescki (2011), y Aguado y Martínez (2012), defienden que nos encontramos en un ecosistema mediático líquido en el que se difuminan los papeles de los emisores y los receptores. En este contexto, comienzan a proliferar los estudios sobre los usos que los jóvenes hacen de los medios sociales (Turkle, 2012; McCrindle & Wolfinger, 2011), la nueva configuración del concepto de ciudadanía responsable en el consumo de los medios (Dahlgren, 1995; 2002; 2009; 2010; 2011), las nuevas posibilidades de participación mediática (Couldry, Livingstone, & Markham, 2006; Lunt & Livingstone, 2012) y sobre el uso de los entornos virtuales y las redes sociales como plataformas para el empoderamiento ciudadano (Scolari, 2013; Jenkins, & al., 2009; Kahne, Lee, & Timpany, 2011; Jenkins, Ito, & Boyd, 2016; Jenkins, Ford, & Green, 2015). Sin embargo, fue Tapscott en 2011 quien de forma explícita incorpora la prosumición al análisis de la comunicación cuando describe el modelo de funcionamiento del diario digital Huffington Post, basado en una labor compartida entre el productor y el consumidor (Tapscott, 2011), una conversación global de «prodiseñadores» activos de noticias (Hernández-Serrano, Renés-Arellano, Graham, & Greenhill, 2017).
Por otro lado, la noción de prosumidor saltó al ámbito cultural gracias a las aportaciones, entre otros, de Henry Jenkins (2003), quien aplica este concepto al campo de las narrativas transmedia. Jenkins define la transmedialización de los relatos como aquellos procesos que disparan narraciones utilizando múltiples medios y plataformas y en los que una parte de los prosumidores, usuarios o fans no se limita a consumir tales productos culturales sin más, sino que se embarcan en la tarea de extender su mundo narrativo con nuevas piezas textuales (Scolari, 2013). La proliferación de nuevos dispositivos y productos mediáticos digitales produce una dispersión de los públicos, que están dejando de comportarse bajo principios de consumo homogéneos. La llegada de Internet y la invención de nuevas pantallas para el entretenimiento (teléfonos inteligentes y tabletas, especialmente) facilitan la desintegración de los públicos monolíticos del pasado que pasan a comportarse de una manera más heterogénea y a distribuir su dieta mediática en diferentes plataformas. En este contexto las narrativas transmedia se presentan como una posible solución para afrontar la atomización de las audiencias. La dispersión de las historias en distintos soportes que funcionan como puntos de acceso diferenciados a los universos transmedia facilita que las franquicias culturales ubiquen sus productos allá donde se encuentra el consumidor.
A pesar de las numerosas referencias que podemos encontrar en la academia sobre el poder del prosumidor como participante significativo en la narrativa de los relatos y la construcción de los mensajes en los medios digitales, lo cierto es que la prosumición protagoniza procesos de comunicación claramente verticales y que modifican muy poco la unidireccionalidad y estructura jerárquica manifiesta en los mass media. Así lo demostraron Berrocal, Campos-Domínguez y Redondo (2014) en una investigación sobre la prosumición en la comunicación política en YouTube recogida en el número 43 de la revista «Comunicar», en la que afirman que el prosumidor de este tipo de contenidos se caracteriza por ejercer un prosumo muy reducido en la creación de mensajes y un consumo mayoritario. Del mismo modo, gran parte del escaso contenido generado por estos prosumidores solo sirve para reforzar el mensaje de los grandes actores de la comunicación o para seguir las tendencias de la mayoría, ejerciendo un escaso nivel de empoderamiento y capacidad crítica. La mayoría de las opiniones que los consumidores introducen en estos vídeos se vincula a lo que Sunstein (2010) denomina «cascada de conformismo», en cuanto a que estos comentarios son mensajes muy breves que reafirman el mensaje de la mayoría (Berrocal, Campos-Domínguez, & Redondo, 2014:70). Resultados similares obtuvieron Torrego y Gutiérrez (2016) en estudios sobre la participación de los jóvenes en la red social Twitter.
Como hemos observado, la prosumición definida por Toffler como característica de nuestro tiempo se configura como una idea de clara visión economicista que de ningún modo sirve para definir modelos comunicativos participativos ya que encierra una evidente carga autoritaria a partir de la que, bajo una apariencia de libertad y empoderamiento, el mercado cultural y mediático encuentra una solución para su renovación y adaptación al nuevo marco tecnológico. En este sentido, a diferencia de opiniones como las de Jackson (2013) que defienden la ruptura del monopolio informativo de los medios convencionales tras la llegada de la Web 2.0 y la nueva prosumición, autores como Buckingham & Rodríguez (2013) afirman que los espacios que definen las nuevas tecnologías están lejos de configurarse bajo principios de libertad y democracia.
En los apartados anteriores, hemos analizado cómo la nueva economía digital que subyace bajo el funcionamiento de las grandes plataformas sociales somete al prosumidor a nuevas leyes mercantilistas que lo confinan a la realización de un trabajo gratis del que se benefician las grandes compañías. De forma paralela a esta lógica economicista, no resultan menos evidentes las nuevas posibilidades comunicativas que los medios digitales ofrecen como espacios de empoderamiento comunicacional que dialogan de cerca con la noción del emirec definida en los años setenta por Jean Cloutier.
Cloutier (1973) propone un modelo comunicativo en el que todos los participantes tienen la posibilidad de ser emisores (Aparici & García-Marín, 2017). Denomina a su teoría emirec (émetteur/récepteur), en la que los interlocutores mantienen relaciones entre iguales y donde todos los sujetos de la comunicación son, a la vez, emisores y receptores. Mientras Cloutier (1973; 2001) en Canadá pensaba en este tipo de relaciones comunicativas horizontales, en Francia Porcher (1976), Vallet (1977) y posteriormente su discípulo Francisco Gutiérrez (1976) concebían los medios como una escuela paralela al sistema educativo, su abordaje de manera autónoma y la necesidad de un lenguaje total, claro antecedente del actual concepto de narrativas transmedia. Existe toda una corriente de autores que han criticado el papel que se le ha asignado a los usuarios y audiencia de los medios, otorgándoles a los sujetos un papel más significativo en el proceso de la comunicación que supere al de público o fans. En esta línea de pensamiento podemos situar a Martínez-Pandiani (2009), Vacas (2010), Piscitelli, Adaine y Binder (2010), Repoll (2010), Jacks (2011), y Kaplún (1998) y Martín-Barbero (2004), quienes critican los modelos y prácticas de comunicación y educación, adoptando la propuesta del emirec de Cloutier. Estos autores defienden la necesidad de que la comunicación sea un pilar básico de la educación, centrándose, de forma más precisa, en la comunicación dialógica (Flecha, 2008) y distinguiendo entre lectores, espectadores e internautas (García-Canclini 2007). Desde el campo específico de la educación, autores como Silva (2005), Ferrés (2010), García-Matilla (2010), Aparici (2010), y Orozco, Navarro y García-Matilla (2012) abogan por una relación horizontal de la comunicación en las aulas como una práctica de ciudadanía y de democracia que impulse verdaderas prácticas de coautoría y construcción colectiva del conocimiento. En los contextos digitales, los trabajos de Rheingold (2002), Scolari (2004; 2009), Santaella (2007) y Shirky (2011) defienden las ideas de empoderamiento, la participación, la interactividad, la colaboración y la coautoría; en síntesis, el establecimiento y desarrollo de nuevas conectividades en el campo de la comunicación. En la misma línea, Dezuanni (2009), Burn (2009) y Jenkins (2009; 2011) nos acercan a una sociedad interconectada reafirmando la necesidad de diseñar otros modelos comunicativos para superar las prácticas jerárquicas propias del siglo XX. En el modelo mediático originado en nuestros días, podemos apreciar los fundamentos de la comunicación entre iguales que sustentan estas teorías. Analizamos a continuación estos principios esenciales.
• Convergencia profesional/amateur. Los medios sociales digitales plantean un modelo que hace converger en el mismo espacio tanto a comunicadores profesionales como a usuarios no remunerados. Estas plataformas rompen la divisoria profesional-amateur que imperó en el modelo de los viejos medios. En este sentido, para Burgess y Green (2009: 90), las plataformas sociales proponen espacios completamente disruptivos en términos comunicativos.
• El principio de isonomía. Los medios sociales digitales superan el modelo broadcast jerárquico y proponen una isonomía donde las producciones de los medios tradicionales y la creación de los ciudadanos se presentan de la misma forma en un espacio en el que todos -los grandes medios y los otrora solamente receptores- son comunicadores (Gabelas & Aparici, 2017). Stiegler (2009) afirma que las plataformas digitales rompen el modelo basado en la hegemonía de las grandes corporaciones mediáticas que dominaron el siglo XX, para privilegiar la elección personal de cada miembro del público, capaz de acceder a un mayor volumen de elecciones mediáticas posibles y de empoderarse como productor de contenidos. No solo los medios sociales son espacios para la convergencia (como veíamos en el punto anterior), son también entornos de divergencias que operan bajo la lógica del nicho, la individualización del consumo y la fragmentación de las audiencias (Grusin, 2009).
• Libertad y negociación. Las «redes colaborativas» (Cusot & Klein, 2015) y medios sociales se configuran como plataformas abiertas a la participación de cualquier usuario capacitado para la incorporación de contenidos de todo tipo de temáticas, formatos, ideologías y estilos. En estos servicios, no existen estándares definidos de calidad, sino que los emirecs valoran con mayor relevancia lo significativo del contenido para sus vidas, aficiones y emociones. La libertad creadora que ofrecen estos medios abre nuevas posibilidades para la experimentación expresiva y la creación de nuevos formatos. Este modelo comunicativo alimenta el establecimiento de procesos constantes de negociación donde las formas de entender los medios, su identidad, calidad y estética son ampliamente debatidos de forma horizontal en el seno de las comunidades de creadores y usuarios.
• Medio de afinidad y horizontalidad. Lange (2009:70) concibe los medios de afinidad como aquellos que no distribuyen sus contenidos para audiencias masificadas, sino para pequeños nichos de usuarios que desean tomar parte del mensaje y permanecer conectados con los productores en claras relaciones de horizontalidad. La cercanía y la permanente conexión entre los youtubers, instagramers, podcasters y demás productores mediáticos digitales y sus seguidores (y potenciales comunicadores participantes en los programas que siguen) es clave para el éxito de sus mensajes. Estas producciones presentan un carácter más personal y reflexivo, suelen tratar sobre aspectos del día a día de los creadores y son susceptibles de generar un mayor grado de respuesta. La lógica de la afinidad alimenta una interacción que ofrece al usuario el sentimiento de estar conectado no a un producto mediático, sino a una persona con la que comparte creencias e intereses comunes (Lange, 2009:83).
• Impugnación del modelo «broadcast». La cultura participativa, horizontal y dialógica propia de estos medios choca frontalmente con las estrategias utilizadas por las estrellas de los mass media cuando quieren penetrar en estas plataformas. Veamos un ejemplo. La figura de la televisión norteamericana Oprah Winfrey lanzó su canal en YouTube en noviembre de 2007 a través de un movimiento que fue muy criticado por los usuarios del servicio, ya que ignoraba las normas culturales que se habían desarrollado en el seno de la comunidad al eliminar la posibilidad de embeber y comentar los vídeos alojados en su canal. YouTube fue tratado [por Oprah] no como un espacio participativo, sino como una plataforma de extensión de su marca (Burgess & Green, 2009:103). El modelo comunicativo asociado a la aparición de Oprah en YouTube reproducía la autoritaria lógica broadcast unidireccional de la que la estrella televisiva procedía, ignorando los principios básicos sobre los que se rige la comunidad en este medio. Oprah trató a los usuarios de YouTube como prosumidores que debían producir para su marca, no como emirecs con los que dialogar de igual a igual.
• Hibridación humano-máquina. La web no tiene posibilidad de identificar el contenido semántico de los productos mediáticos construidos en formatos de imagen y sonido, por eso los metadatos introducidos por los usuarios son clave para el funcionamiento de los algoritmos que operan en la creación de las listas, los rankings y las recomendaciones de las plataformas sociales. Por este motivo, estos servicios facilitan los actos de interacción deliberada (carga de archivos, visionado, marcado con «likes» o favoritos, etiquetado, comentado, etc.) que proveen la información necesaria para la organización del sistema. Tales contribuciones son fundamentales para el funcionamiento de la plataforma, ya que resultan esenciales para lograr la visibilidad de los archivos y afectan a las respuestas de las búsquedas que el usuario realiza. Este modelo de funcionamiento de interacción híbrida (Kessler & Schäfer, 2009) pone en conexión a humanos y máquinas para la gestión de la información en el seno de la gran base de datos que se construye alrededor de los servicios online. Estos medios y plataformas son un ejemplo de lo que Kessler y Schäfer denominan Teoría Actor-Red, que defiende que los agentes humanos y mecánicos deben ser considerados igualmente importantes en la constitución de la interacción social. En tales plataformas, la metainformación que proporcionan creadores y usuarios es crucial. Los sujetos proveen input semántico que la máquina procesa algorítmicamente produciendo diferentes tipos de organización de archivos y metadatos. Esta mezcla de ingenios tecnológicos y acción del usuario construye nuevas prácticas mediáticas que desafían nuestra concepción tradicional del uso de los medios y que colocan al emirec en una interacción no solo con otros sujetos, sino también con ingenios algorítmicos que influyen en su experiencia mediática.
• Inteligencia colectiva y metáfora de la biblioteca. Estos medios sociales pueden ser observados como grandes bibliotecas o repositorios repletos de recursos culturales donde un número elevado de emirecs crean contenidos sobre los temas que dominan, constituyendo fuentes de conocimiento que pueden ser utilizadas de muy diversas formas; desde la reapropiación de contenidos y su utilización para fines educativos hasta el propio enriquecimiento cultural.
Como hemos observado, las redes y medios sociales digitales son espacios potenciales de acción de los comunicadores emirecs. Su modelo de funcionamiento quiebra de forma radical la dinámica de los mass media imponiendo una nueva configuración de las conexiones entre medios tradicionales y productores independientes y una mayor relación dialógica entre creadores mediáticos y usuarios.
Sin embargo, el concepto de emirec debe ser revisado a partir de la llegada de la Web 2.0. Cloutier enunció su teoría en una época de tecnologías analógicas que definían un ecosistema de medios que cambió radicalmente desde inicios del siglo XXI. Las tecnologías digitales han abierto la puerta a la llegada de nuevos medios y lenguajes y renovadas relaciones entre los actores de la comunicación. Por un lado, el nuevo contexto mediático digital activa la presencia de nuevas plataformas que incorporan renovadas lógicas comunicativas. Estas plataformas, lejos de mantenerse estáticas, modifican con el paso del tiempo sus propios lenguajes y protocolos, adaptándose a la utilización que los usuarios hacen de ellas. Las plataformas de los medios sociales, lejos de ser productos acabados, son objetos dinámicos que son transformados en respuesta a las necesidades de los usuarios (Van-Dijck, 2016). Este proceso también opera a la inversa: los nuevos espacios y servicios de comunicación digitales afectan al modo en que los sujetos producen y distribuyen sus mensajes y son afectados por ellos (Finn, 2017). Se establece, por lo tanto, un claro proceso de coevolución en el que tecnologías y usuarios se influyen mutuamente, añadiendo nuevos matices a la noción de emirec, cuya actualización resulta imprescindible.
Las teorías económicas de la prosumición han logrado invisibilizar a las nociones comunicativas basadas en el modelo emirec que proveen una visión liberalizadora del individuo. La noción de prosumidor tiene un origen económico y no debe ser utilizada como un concepto sinónimo y homologable al término emirec. Ambos conceptos plantean marcos de significado radicalmente opuestos. El marco vinculado a la noción de prosumidor nos remite a un sujeto creador de bienes y servicios que son mercantilizados por las grandes empresas en un proceso de falsa participación que reconfigura las formas de alienación y explotación. La prosumición resulta fundamental para la extensión de los espacios y los tiempos de trabajo productivo que antes eran dedicados al ocio. En la economía digital, es imprescindible que este tiempo de ocio se convierta en tiempo de producción de bienes que, a diferencia de los procesos que se dan en la prosumición offline, los prosumidores no crean para sí mismos, sino para las grandes compañías digitales.
Frente a estas relaciones de poder –verticales y jerárquicas- que ofrece la prosumición como categoría económica, nos encontramos con la teoría comunicativa del emirec, que asienta sus bases en la consideración de los individuos como emisores y receptores al mismo tiempo, actuando bajo principios de horizontalidad, intercambio de mensajes de igual a igual y ausencia de jerarquización. El prosumidor es un individuo que trabaja (gratis) para el mercado y reproduce el modelo existente, mientras que el emirec es un sujeto empoderado que tiene la capacidad potencial de introducir discursos críticos que cuestionen el funcionamiento del sistema. El prosumidor produce y consume para reproducir el orden económico, mientras que el emirec comunica desde una posición de libertad. Por ello, resulta fundamental la separación de ambos términos.
A la vez, es necesario comenzar a pensar en teorías que superen la división entre emisores y receptores. En el contexto digital de la comunicación, la relación se da entre comunicadores (amateurs, populares, profesionales, todos y todas tienen voces de emisores) que se mueven o son movidos por diferentes plataformas o redes sociales; por ello, el concepto emirec debe ser estudiado desde perspectivas innovadoras acorde a las nuevas lógicas comunicativas. Las teorías post-funcionalistas de Cloutier fueron enunciadas en una época que presentaba un ecosistema mediático exclusivamente analógico que nada tiene que ver con el contexto actual. El salto tecnológico desarrollado en las últimas décadas y, sobre todo, la generación de nuevas prácticas y dinámicas comunicativas obligan a revisar la teoría del emirec, que merece ser analizada desde un punto de vista dinámico que atienda a los profundos cambios que se han producido durante las primeras décadas del siglo XXI en los ámbitos comunicativo y tecnológico.
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