Periodistas y telespectadores: retos y exigencias
para un proceso de relación interactiva

Journalists and viewers: challenges and demands for a process of interactive relation

Elena Real Rodríguez
Madrid (España)

     
             
             
     

RESUMEN

     
     

Durante los últimos años se ha asistido a una redefinición del concepto de público en el amplio espectro de la comunicación informativa y opinativa. De esa masa o colectividad heterogénea, difusa y diversa, anónima entre sí y respecto de la fuente, que únicamente es identificable como tal público por su papel de mero receptor pasivo del mensaje o mensajes que promueve el periodista, se ha pasado a una noción que incide en la capacidad selectiva y reflexiva de la audiencia que presta atención a determinados intereses y los enjuicia con una convicción activa. El público de la comunicación informativa y opinativa no es otra cosa sino el conglomerado de personas que tiene en común un interés –no exento de curiosidad– por el conocimiento de aquellos hechos y acontecimientos más relevantemente significativos de la actualidad. La información se presenta hoy como una necesidad individual y social: porque una sociedad sin información no es una sociedad libre, plenamente auto–responsable de sus derechos y deberes. La información y la opinión han de ser consideradas como manifestaciones del estado de una sociedad viva, plural, participada y comprometida con su destino. La función pública de la información empieza por significar y reconocer que la persona y la sociedad tienen derecho a la información y que este derecho entraña la participación ineludible y absolutamente necesaria en el proceso informativo–comunicativo, con la capacidad para asentir o para disentir, la posibilidad de expresar las propias opiniones y de adoptar una actitud selectiva, valorativa y positivamente crítica de las opiniones ajenas.

La comunicación informativa y opinativa es fundamentalmente una comunicación entre personas, por muy desconocidas que éstas sean entre sí. La información y la opinión son procesos que se justifican en la medida en que esperan respuesta por parte del público de cada medio –formal o informal– de comunicación. En este proceso relacional y dialogante ni el profesional ni el público deben caminar vueltos de espaldas. Ha de existir entre ambos una alianza de fidelidad, credibilidad, confianza, coherencia y creatividad. El emisor ha de procurar que su mensaje resulte inteligible, que tenga verdadero interés y utilidad para el receptor, hablándole a éste de su realidad cotidiana más próxima y de la realidad más distante que tenga relación con sus valores, derechos y responsabilidades principales. El público de los medios tiene que dejar de ser considerado un simple, pasivo y despersonalizado consumidor de mensajes, restituyéndole su derecho y su competencia ante la opinión, la información y las comunicaciones sociales. Los contenidos de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular, no deben convertirse en una especie de nueva «comida basura», de escaso poder nutritivo y valor complementario o cooperante en la consolidación de la personalidad de cada ser humano. Siempre resultará impopular e inaceptable el discurso opinativo o informativo que se construya de espaldas a los receptores de mensajes, sin preocuparse por sintonizar con sus necesidades, aspiraciones y exigencias más sustanciales. El prestigio, competencia y responsabilidad intelectual y moral de los profesionales de los medios de comunicación se verá reforzado siempre que, al margen de cualquier forma de corporativismo, sepan ser eficientemente solidarios con las demandas de aquello que constituye necesidad o preocupación real para la opinión pública, no necesidad o preocupación inducida o motivada desde el medio de comunicación.

En pleno siglo XXI, ¿cómo ha de ser la contribución del periodista para que esa vieja aspiración de la tan traída y llevada –por necesaria, justa e inaplazable– democratización de la acción de informar y de comunicar sea por fin una auténtica realidad en el medio televisivo que aquí nos ocupa? Y los telespectadores, en una sociedad como la española, ¿están en condiciones inmediatas, mayoritarias y cualitativas de participar, de ser selectivos, críticos y hasta creativos en y con la TV?

     
      ABSTRACT      
     

The information appears today like an individual and social necessity, because a society without information is not free. The public function of information begins admitting that people and society have right to be informed, and that this right involves their active and intelligent participation in the informative process. In this relation neither the professional nor the public must turn one’s back on each other. It has to exist between them both an alliance of fidelity, credibility, confidence, coherence and creativity. Which behaviour will be necessary to contribute to the democratization of this relational process in television?

     
      DESCRIPTORES/KEYWORDS      
     

Periodismo, teoría humanista de la información, cometido social del periodista, democratización.

Journalism, Humanist theory of information, social function of journalist, democratization of information.

     
     

Todo cuanto existe comunica y está armonizado entre sí. No comunican exclusivamente los medios, los sistemas y los instrumentos de comunicación. La persona humana puede enriquecerse –anímica, intelectual, cultural y socialmente– si es selectivamente sensible a todo aquello que para su bien emana constantemente de la realidad existencial y le asedia con mensajes de todo tipo. La comunicación informativa y opinativa es fundamentalmente una comunicación entre personas, por muy desconocidas que éstas sean entre sí. No es un juego de relaciones, ni un vuelo de mensajes sobre una soledad humana. Es un juego de correspondencias emisor–receptor además de las relaciones humanas, grupales y sociales a las que da lugar. La información y la opinión son procesos que se justifican en la medida en que esperan respuesta por parte del público de cada medio –formal o informal– de comunicación. Las personas –y el público de los medios de comunicación, en general, y de la televisión, en particular– deben huir del anonimato porque es despersonalizador, ya que la persona es un sujeto relacional–dialogante y libremente responsable en y con la sociedad de la que forma parte.

1. La necesaria interacción comunicativa en el medio televisivo
             El discurso informativo, opinativo y lúdico que emana de la televisión, sigue siendo, en gran medida, unidireccional y unilateral. La interacción comunicativa necesaria en ese discurso, ¿acaso no se produce porque los emisores de mensajes se encuentran en una posición de privilegio y hasta de dominio sobre las personas y públicos receptores de los mismos?... ¿Por qué raramente se escucha la voz, el parecer, la reflexión y hasta la crítica razonada de esos públicos, mayoritariamente empujados y relegados a una actitud pasiva e inerte del consumo que hacen del medio de comunicación social más influyente?... ¿Con qué derecho los periodistas seleccionan, valoran, deciden, programan cuáles han de ser los contenidos de su discurso, su temática, su verdad indiscutible, su credibilidad irrefutable?... ¿Es casual que el público se vea impulsado a hacer un uso comercial, automatizado, descomprometido, de las informaciones y de las opiniones que se le sirven debidamente manufacturadas –técnicamente hablando–, formando parte de un «menú» que resulta prácticamente incontestable?

Si el proceso de la información–comunicación televisiva no diseña y difunde sus funciones y fines, de acuerdo con los medios, los derechos, las necesidades y las responsabilidades de la persona humana, quedará irremediablemente proscrito a ser tan sólo una acción técnica y comercial, carente de sentido, de utilidad y de trascendencia para las personas y la sociedad. Si la televisión persiste en hablar de una realidad seleccionada y actualizada de acuerdo con sus particulares intereses y conveniencias –y no en concordancia y coherencia con esa otra realidad, tremendamente real y expresiva, vivida por las personas y por los pueblos–, la opinión pública irá progresivamente retirando su confianza y credibilidad a los emisores de estos mensajes.

En este proceso relacional y dialogante ni el periodista ni el público deben caminar vueltos de espaldas. Ha de existir entre ambos una alianza de fidelidad, credibilidad, confianza, coherencia y creatividad. El emisor ha de procurar que su mensaje resulte inteligible, que tenga verdadero interés y utilidad para el receptor, hablándole a éste de su realidad cotidiana más próxima y de la realidad más distante que tenga relación con sus valores, derechos y responsabilidades principales. «Es de todo punto necesario, además, adaptar, adecuar la estructura de la información y de la comunicación, sus modelos y sus significados a la sociedad a cuyo servicio estén los Medios. Porque no es la persona, el público, la sociedad quienes deban adaptarse a las exigencias o a las pretensiones de quienes hasta ahora diseñan unilateralmente el contenido de los Medios, sino todo lo contrario. Porque adaptar los contenidos de los Medios de Comunicación Social a las necesidades y exigencias de los públicos y de la sociedad, es comenzar por reconocer el derecho a la participación –de esos públicos y de esa sociedad en el proceso comunicacional– y satisfacer su demanda.» (Romero Rubio, 1984: 279). Si no se favorece la formación de actitudes y de aptitudes –en las personas y en la sociedad– selectivas, valorativas y críticas, para una comprensión reflexiva de los mensajes y para un uso inteligente y responsable de su gran fuerza intelectual y transformadora, la opinión, junto a la información y la comunicación públicas, se agotarán en una utopía para diletantes y en un poder, frío y sin espíritu, en manos de los prepotentes y los soberbios.

El público del medio televisivo tiene que dejar de ser considerado un simple, pasivo y despersonalizado consumidor de mensajes, restituyéndole su derecho y su competencia ante la opinión, la información y las comunicaciones sociales. Los contenidos televisivos no deben convertirse en una especie de nueva «comida basura», de escaso poder nutritivo y valor complementario o cooperante en la consolidación de la personalidad de cada ser humano. Siempre resultará impopular e inaceptable el discurso opinativo o informativo que se construya de espaldas a los receptores de mensajes, sin preocuparse por sintonizar con sus necesidades, aspiraciones y exigencias más sustanciales. El prestigio, competencia y responsabilidad intelectual y moral de los periodistas se verá reforzado siempre que, al margen de cualquier forma de corporativismo, sepan ser eficientemente solidarios con las demandas de aquello que constituye necesidad o preocupación real para la opinión pública, no necesidad o preocupación inducida o motivada desde el medio de comunicación.

Los públicos, salvo excepciones, tienen un conocimiento superficial y distante de los emisores de mensajes, lo que les incapacita para profundizar en la estructura del medio de comunicación y para una razonada identificación interpretativa de los mensajes. Para un mutuo y positivo conocimiento emisores–receptores, la interacción comunicativa es de todo punto necesaria.

2. La democratización de la acción de informar: acceso, presencia, participación y relación del público con la televisión
             El acceso, la presencia, la participación y la relación del público con los medios de comunicación no es un tema nuevo, ni muchísimo menos aleatorio, pero resulta suficientemente rico y sugerente como para dedicarles una reflexión casi permanente por parte de todos los que compartimos alguna parcela de responsabilidad en materia de información y de comunicación: periodistas, empresas de comunicación, anunciantes, Administración, públicos, profesores de Ciencias de la Información y de la Comunicación (1).

Si el acceso, la presencia, la participación y la relación del público con la televisión siguen limitados a una relación comercial, casi única y exclusiva, como ocurre en la actualidad, estaremos cometiendo con el público una grandísima falta de respeto y, además, cada vez que invoquemos la libertad de expresión, estaremos columpiándonos en la utopía, que es una forma, en este caso, de atentar contra una parte sustancial de los derechos humanos (derecho a informar y a ser informado). ¿Por cuánto tiempo más algunas empresas de comunicación continuarán pensando que el acceso del público debe seguir limitado a estas exclusivas posibilidades: optar libremente por una u otra cadena, ser fuente incesante de producción y de consumo de noticias, colaborar circunstancial u ocasionalmente (correo electrónico, mensajes de texto vía teléfono móvil, llamadas en directo, etc.)?

Todos los sujetos que intervienen en el proceso de información–comunicación (y el público es uno de los principales, sino el principal), han de estar representados en el medio televisivo. La presencia del público en la televisión se puede entender desde estas perspectivas:

  • A través de la imagen que de ese público ofrecen las diferentes cadenas en su crónica diaria de la actualidad noticiable. Imagen que no siempre, desgraciadamente, es representativa de la mayoría del público, por lo menos de aquella mayoría de la sociedad, honesta y honrada, que no vive, ni sesteando, ni despreocupada de las justas demandas de lo que más necesitan.
  • A través de los consejos asesores (no de los consejos políticos); nombramiento del defensor del telespectador; asociaciones de usuarios y cualquier otra forma legítima de incardinación en una concepción más dinámica, abierta, participada de la empresa de comunicación.
  • Siendo de la televisión una plataforma y vehículo eficaces para promover y contrastar el diálogo y la relación comunitaria, para que no exista una incoherencia del sistema informativo con la realidad social.

En la relación medio televisión–público existe hoy en nuestra sociedad un evidente desequilibrio de fuerzas a favor del primero, que se mantiene en una posición dominante. Esta relación ha de ser equilibrada. La relación del público con el medio debe entenderse y articularse a partir de estas premisas:

  • Sabiendo cuáles son los derechos y las responsabilidades de todos los que intervienen, directa o indirectamente, en el proceso de la información y de la comunicación.
  • No delegando en el medio funciones de representación, de interlocutor o de portavoz que de ninguna de las maneras le corresponden.
  • Exigiendo a los distintos modelos de profesionales que intervienen en el desarrollo y difusión de la información, cotas de calidad que se traducen en verdad, objetividad, independencia, integridad de informaciones, no manipulación con ellas, ni intoxicación con los mensajes.
  • Teniendo capacidad y posibilidad de adoptar ante el medio una actitud activa, de selección, valoración y crítica de sus diversas y diferentes clases de contenidos.
  • Aprendiendo a no temer al medio, a perderle definitivamente el respeto. Porque el medio nunca ha de estar contra los valores y derechos humanos, sino al servicio de la promoción de esos valores y derechos.

La participación del público no puede ser, como hasta ahora, meramente testimonial y ocasional. Ese nivel y grado de participación ha de empezar por ser definido, estructurado, reconocido y garantizado. No es responsabilidad del público llenar de contenido los medios informativos, pero si saber y decir qué clase de contenidos son los que más le interesan y convienen, honesta y honradamente. Y ese saber y decir qué clase de contenidos son los que más le interesan y convienen no puede limitarse a encender o apagar el televisor según lo que se emita en la pequeña pantalla. La persona, la familia, la sociedad en general ha de tener la capacidad y criterios suficientes para saber reaccionar, positiva y responsablemente, sabiendo discernir por qué sí o por qué no le conviene ver un determinado programa de televisión. El profesor Andrés Romero (1984: 294) ya señaló en su momento que «La participación de los públicos en la planificación, gestión y toma de decisiones referidas a los Medios de Comunicación Social, conlleva el requisito previo de la comprensión de la estructura del proceso informativo y comunicacional, de las características, funciones y fines de cada uno de los distintos Medios. De tal comprensión y participación se desprende la necesidad de fomentar, incentivar la capacidad de respuesta de esos públicos y tratar de que asuman la comunicación como una tarea social, la cual necesita de su colaboración y apoyo, para que a través de la comunicación pueda favorecerse un intercambio libre de ideas (llamada dialéctica social por el profesor Benito en «Teoría General de la Información»), de informaciones y de experiencias entre interlocutores que han de estar situados en un plano de igualdad, sin predominio alguno –y sin discriminaciones– de los unos sobre los otros.».

La democratización del poder de informar pasa necesaria, ineludible e inaplazablemente por la participación activa del público; por la identificación con sus necesidades y aspiraciones; por una concepción de las funciones y fines de la información y de la comunicación, que han de ser coherentes con unos efectos que nunca deben atentar contra los valores y los derechos humanos; que nunca deben ir contra el bien común.

3. Audiencias inteligentes, audiencias culpables
             Los públicos han de interpretar su papel de manera consciente, activa y comprometida. Adoptando una actitud selectiva, valorativa y crítica del contenido de la televisión, haciendo en todo momento un uso libre y responsable de la misma. Comportarse, en definitiva, como audiencias inteligentes, tal y como propuso Francisco Iglesias (1993: 224) «con el propósito de contribuir a una relación informativa equilibrada, y a la información de calidad». Merced a las disposiciones apropiadas que para el acceso, presencia y participación en el proceso informativo–comunicativo, de esos públicos–audiencias, habrán favorecido a diseñar y construir las propias empresas y los profesionales de la televisión. Pues «corresponde en primer lugar al empresario de la información y a los profesionales favorecer las condiciones adecuadas para que las audiencias actúen con inteligencia. En este sentido parece misión de empresarios (y periodistas) inteligentes contribuir a que las audiencias también lo sean.» (Iglesias, 1993: 225) (2).

Pero esta nueva configuración del proceso informativo–comunicativo, no implica, ni mucho menos, un traspaso o mero intercambio de poderes empresarios–profesionales–públicos. La superación de la dictadura del hasta ahora único y dominante emisor de contenidos informativos y opinativos no puede desembocar en otra dictadura, igualmente poco afortunada y adversa: la de las audiencias. El reconocimiento y satisfacción de las necesidades, intereses y demandas que tienen las personas que integran las audiencias, así como el respeto de sus derechos, no nos puede hacer olvidar los deberes y responsabilidades que le son propios en la tarea de mejorar la comunicación, de lograr que se ajuste más a los valores y principios éticos. No sólo cabe hablar de una ética del periodista y de una ética de la empresa comunicativa sino también de una ética del público, una ética también para los usuarios de la comunicación como ya apuntaran Hamelink (1995: 497-512), Sáez, Romeu y Llisterri (1994: 801-809).

La denodada y feroz competencia–lucha por el favor del público que mantienen las empresas informativas, ha propiciado la aparición, crecimiento y relativa estabilidad en el espacio–tiempo de la comunicación informativa y opinativa, de los llamados programas basura merced al tópico del «todo vale si satisface y gusta a la audiencia». Y un amplio y mayoritario sector del público, ajeno o no cultivado en ese uso inteligente de los medios, se ha convertido en cómplice y voraz consumidor de estos productos. No importa si degradan y envilecen la dignidad moral, si atentan contra los valores y derechos humanos más elementales. Aquí la única ley que importa es la de la oferta y la demanda. «La escuálida visión que ha confabulado a los productores de televisión con los medidores de audiencias está tratando de promover, como efecto del propio interés de los productores y de los explotadores del negocio, que la cantidad es la medida de la calidad, y que la selección de un canal de televisión, en lugar de otro, es una prueba de la libertad de expresión que cualquier tipo de control de calidad vulneraría.» (Núñez Ladeveze, 1997: 5).

Lo que ha llevado al profesor Francisco Vázquez (1995: 44) a calificar a ciertas audiencias de culpables. Denunciando su actitud cómplice, pasota o desinteresada que alienta y estimula programas con contenidos informativos y opinativos de dudosa calidad ética, pues «ellos son los que costean el programa y lo mantienen radiante de éxito. Claro que los grandes culpables hay que buscarlos dentro de la empresa: usan medios y fines «indignos» de una sociedad mentalmente sana y que reclama valores culturales y humanos de los medios audiovisuales. El fin único es financiero, publicitario y de exclusiva rentabilidad comercial. El producto morboso–necrofílico se vende bien; busquemos variadas fórmulas de ese producto. A su vez los directores de tales programas saben a qué causa sirven y no se niegan a vender su alma al diablo. ¿Y las audiencias qué tipo de culpabilidad deben asumir? La de servir de «justificación moral» de estos espectáculos de la miseria humana. «Le ofrecemos al público lo que el público reclama»... Es ciertamente una falaz argumentación el dar respuestas televisivas a enfermizos gustos de la audiencia.». A idéntico veredicto llega Gustavo Bueno (2002: 332) cuando afirma: «¿Quién es entonces el principal culpable de la degradación que tantas veces se atribuye a la televisión, sino la audiencia y, en particular, la audiencia que se ha hecho indiferente a la diferenciación crítica entre las verdades y las apariencias? La audiencia que tolera cualquier confusión o tergiversación de las verdades como si de juegos, licencias, o géneros literarios se tratase, puesto que sólo espera de la televisión el «disfrute» o la «relajación». Y decimos «culpables» no en el sentido moral o penal (a fin de cuentas, los programas–basura no constituyen un ilícito penal, en la mayor parte de los países), sino en el sentido causal, a la manera como diríamos también que los consumidores de droga son los primeros culpables de la circulación de las mismas. La demanda crea oferta, sin perjuicio de que también la oferta realmente la demanda.». En ese último sentido, hay que pedir a los empresarios y a los profesionales que aprendan «a discernir entre las preferencias cualificadas y no cualificadas de los destinatarios: es decir, aprender a discriminar entre el interés público –un concepto sociológico, puramente estadístico que refleja aquellos contenidos que interesan al público pero que carecen de legitimidad normativa para ser satisfechos, como por ejemplo conocer la vida íntima de alguien– y el interés público –un concepto normativo que trata de indicar aquellos asuntos que deben constituir el centro de atención de una sociedad y que los medios tienen la obligación inexcusable de cubrir adecuadamente, sea cual sea la cantidad de gente interesada en ellos–.» (Aznar, 2005: 34).

Aunque bien es justo indicar, que la corrección de tan lamentable comportamiento por parte de los públicos y el fomento de un correcto uso y conducta inteligente por parte de los mismos hacia la televisión debe venir promovido por una adecuada formación educativa. «No se le puede imponer a un público adulto, de manera paternalista, un tipo de contenidos, aunque éste corresponda a los criterios informativos y culturales que definen convencionalmente la información de calidad o el buen gusto. No se le puede hurtar a un ciudadano aquello que desea ver, ni se le puede imponer lo que no desea ver. La educación para la democracia debe tomar otras vías distintas al dictado. El dictado no conduce a la libertad, sino a la dictadura. Es la persuasión y el cultivo de la personalidad en la escuela, en la familia, en las agencias culturales, a través del arte, en los mismos medios de comunicación, lo que puede conducir a unos ciudadanos capaces de elegir consciente y responsablemente.» (Saavedra, 1994: 45). Lo que se traduce en la necesidad de formar, fomentar y estimular previamente el comportamiento inteligente de las audiencias en el proceso informativo –comunicativo.

4. Valores y responsabilidades que han de primar en la conducta de los telespectadores
             Para que el comportamiento de los públicos–audiencias se encamine hacia un uso inteligente de la televisión, la formación de dicho patrón de conducta debe estar presidida por unos valores y responsabilidades que, en todo caso, no buscan nada más que alertar la conciencia de los públicos de este medio de comunicación, para que cada una de las personas se considere elemento activo y no pasivo en el proceso de la información–comunicación (3).

Los públicos inteligentes se han de caracterizar por:

  • Conocer suficientemente la identidad de la empresa de comunicación, del medio y del profesional de que se trate, así como las funciones que promueven y los fines que persiguen.
  • Contrastar diversas fuentes de información para no dejarse sorprender por una sola versión de los hechos noticiosos ni por una sola opinión sobre los mismos.
  • No dar por cierto, bueno y necesario, sin más, todo aquello que es expresado por un periodista, sin someter previamente –en la medida de sus posibilidades– a verificación, contraste y posterior reflexión cualquier tipo de noticia, opinión y mensaje.
  • Aprender a seleccionar, valorar y utilizar positivamente aquellos contenidos que a cada cual interesa más, en una o varias y diferentes cadenas.
  • Corregir a los periodistas cuando se hagan acreedores a una rectificación del error difundido por una información incorrecta o por una opinión que pueda resultar, por tendenciosa, gravemente dañina para el honor, la intimidad o la honradez de la persona.
  • Distinguir claramente la información de la opinión y protestar enérgicamente siempre que se produzca una mezcla de ambas con el fin de confundir, intoxicar o instrumentalizar a la opinión pública.
  • Saber que la adición indiscriminada al medio de comunicación puede que no siempre resulte beneficiosa. Si no se sabe ser selectivo y crítico con el medio, utilizando de sus contenidos aquello que pueda resultar más necesario, el medio de comunicación acabará por dominar a la persona, imponiéndola costumbres y hábitos que hasta pudieran resultar contrarios a su dignidad, intimidad y libertad.
  • Exigir que la independencia, la fiabilidad y la credibilidad del periodista sea acreditada día a día, en cualquier circunstancia, sin que resulte admisible que el profesional del medio de comunicación se pavoneé falsamente de ello y actúe con una doble conciencia.
  • Demandar calidad intelectual, ética y deontológica al periodista, así como a la información y a la opinión que son el componente básico de su trabajo.
  • Promover y constituir asociaciones de usuarios de los medios de comunicación.
  • Acudir a las asociaciones de usuarios, instituciones judiciales y corporaciones profesionales en cada caso, con el fin de denunciar, siempre que sea necesario, bien porque la persona haya sido desamparada en su derecho a la información y a la opinión, bien porque la persona haya sido agredida en ese derecho fundamental.
  • No aceptar la idea, tópica y nefasta, de que en periodismo todo vale y vale más aquello que más vende.
  • Rechazar de pleno el periodismo espectáculo, la información basura y la opinión dependiente o viciada en origen.
  • Rehusar la prepotencia, el tráfico de influencias y el juego político interesado propiciados desde cualquier canal televisivo.
  • Tratar de evitar, en la medida de sus posibilidades, cualquier forma de concentración de medios de comunicación que ahogue la diversidad y pluralidad de opciones informativas y opinativas por parte de los públicos y las audiencias.
  • No transigir con cualquier falta de respeto a la dignidad, intimidad, honestidad y honradez de la persona que sea requerida desde cualquier cadena de televisión. Bajo ningún pretexto los delitos deben quedar impunes.
  • No prestarse a ser portavoces multiplicadores de los infundios, rumores, falsedades, insidias, descalificaciones o, incluso, maldades que pudiesen ser propiciadas irresponsablemente desde el medio de comunicación.
  • Ante la diversidad de temas que estructuran el contenido del medio de comunicación, discurrir a partir de un discernimiento claro, libre y responsable.
  • Aprender y enseñar una metodología selectiva, valorativa y crítica referida al medio televisivo, con el fin de que el público de este vehículo de relación y diálogo social aporte a la persona aquello que sirva para enriquecerla y no para degradarla.
  • Utilizar la televisión con criterio, finalidad positiva y como vehículo educativo y cultural cooperante, en el seno de la familia y también en el centro de enseñanza y aprendizaje.
  • El público, no ha de reservar exclusivamente para sí aquello que de positivo reciba desde el medio de comunicación, sino que ha de procurar proyectarlo hacia los demás para que también puedan enriquecer su conocimiento, intelecto y personalidad.
  • Hay que rechazar de plano toda versión partidista e interesada que de los hechos de actualidad difundan los medios de comunicación o cualquier otra instancia de comunicación pública, siempre que aquella versión no resulte coincidente con la veracidad imparcial de las informaciones y carezca de la necesaria transparencia exigible por la ciudadanía.
  • La opinión pública deber ser plenamente consciente de reservarse para sí el control de calidad de todo aquello que es propagado y popularizado desde la televisión, poniendo en cuarentena a aquellas cadenas que se hagan indignas de la confianza y credibilidad de los públicos por el deficiente servicio que a éstos les presten.
  • El público será generoso en el elogio merecido a los periodistas y a los medios de comunicación que se hagan acreedores a ello y no será cómplice silencioso del error, la falsedad y la instrumentalización.
  • Exigir que exista proporcionalidad entre el daño personal y el social, inferido mediante la información y la opinión, y la reparación de ese daño por parte del periodista o el medio de comunicación, en cada caso.
  • Saber valorar las distintas versiones y opiniones sobre la actualidad informativa a partir de un criterio claro pero independiente, de una comprensión imparcial y globalizadora sin autoritarismo ni dogmatismo, pero sí con tolerancia.
  • Aprender a compartir modelos, calidad, valoración y usos de la información y de la opinión y, en definitiva, del proceso de la comunicación informativa y opinativa.
  • Exigir que el periodista se comporte como testigo, independiente y no partidista, nunca como protagonista de la información de actualidad.
  • Preocuparse formalmente por crecer desde la propia intimidad y madurar en personalidad y claridad de criterio, para evitar así ir a remolque de las ideas pensadas por quienes pretenden hacer comercio de la vanidad, la estupidez y la trivialidad.
  • Oponerse a una forzada, incorrecta e interesada comprensión de aquella información de actualidad con la que tan sólo se pretenda producir un impacto comercial que conduzca a la aceptación pasiva, sin posibilidad de reflexión antes o después de la recepción.
  • El público, armado con suficientes razones para poner en cuarentena la credibilidad de periodistas y de medios, se hace cómplice de tales situaciones cuando calla y no ejerce su derecho a exigir al periodista y al medio que rectifiquen su improcedente actitud y conducta.
  • El público ha de rechazar aquellas informaciones referidas a conductas reprobables, comportamientos inmorales, escándalos y todo cuanto sea dañino para el bien común, que presenten esas conductas y comportamientos con publicidad e intencionalidad subliminal.
  • El público ha de tener criterio suficiente para saber distinguir entre lo que verdadera y positivamente le interesa y le gusta –de la información y de la opinión– y aquello que algunos periodistas y canales de televisión pueden hacer que le guste. El público comete una garrafal equivocación si se olvida de sus intereses y gustos, conformándose con los gustos que le son impuestos.

5. Valores y responsabilidades que han de presidir el comportamiento profesional de los periodistas
             La información y la comunicación que realiza el periodismo a través de la televisión (al igual que en los demás medios de comunicación), cumple sin lugar a dudas una función pública de gran relevancia y trascendencia social. Es por ello que el periodista no puede dejar de observar un conjunto de valores y responsabilidades que deben estar siempre presentes en su quehacer profesional diario. Capacidad para desarrollar un periodismo de calidad –de cara siempre al público y no de espaldas a él– requiere hoy del periodista (4):

  • Ejercer su trabajo con competencia, responsabilidad y ejemplaridad.
  • No banalizar la acción de informar y de opinar, vulgarizando el quehacer profesional y convirtiéndolo en un espectáculo deplorable.
  • Evitar hacer cualquier clase de apología de la violencia o del terrorismo, no sobredimensionar la atención, el espacio y el tiempo dedicado a tratar de esos temas a través de la información o de la opinión.
  • No ser cómplice, directo o indirecto, de actos contrarios a la ética, la moral y la ley.
  • No promover, alentar o estimular conductas antisociales.
  • No luchar por conseguir, con malas artes, audiencias a cualquier precio, rebajando para ello la calidad de los contenidos a difundir por el medio de comunicación.
  • Mantener una conducta profesional irreprochable.
  • Estar presto a rectificar, voluntaria y diligentemente, la equivocación, la confusión o el error cometidos, para no verse obligado por la opinión pública a dar explicaciones y pedir disculpas.
  • Ejercer una leal competencia profesional fundamentada en la calidad del trabajo, en el espíritu de iniciativa y en la voluntad decidida por un constante y mejor servicio a la sociedad, a través de la información y de la opinión.
  • No ser proclive a la maledicencia, el chismorreo, el infundio, el ejercicio de la descalificación por sistema, la crítica negativa, el culto a la personalidad y el divismo.
  • Preocupación formal por atender permanentemente a la propia formación profesional y así perfeccionarse en la especificidad de aquello que es objeto de su trabajo.
  • Responsabilidad por tratar de servir siempre al bien común de la sociedad, con la información y la comunicación, desde el ejercicio profesional.
  • Conocer las necesidades, aspiraciones y exigencias informativas, opinativas y comunicativas de los públicos, tenerlas en cuenta, respetarlas y procurar satisfacerlas imparcial, veraz y honestamente.
  • No servirse de la función social de la información para el medro personal o para cualquier otro propósito ilícito.
  • Cooperar con las instituciones administrativas, económicas, educativas y culturales en la promoción y desarrollo pleno de todos los ciudadanos, sin distinción de ninguna clase.
  • Respetar la Ley que tipifique el derecho de expresión, información y opinión.
  • No comprometer los intereses del Estado en cuestiones que afecten a la paz interior, la unidad y la seguridad nacional, mediante un quehacer profesional que en la forma o en el fondo sea contrario a aquellos altos intereses.
  • No hacer apología del delito, del terrorismo y de las conductas y hechos antisociales.
  • Contribuir, a través de la información, la opinión y la comunicación, a planes concretos de cooperación y solidaridad internacional que persigan, como objetivo prioritario, la defensa de los derechos humanos y la paz entre las naciones.
  • No ampararse en el secreto profesional con el fin de mantener una falsa verdad y poder rehuir así la acción de la justicia.
  • No comprometerse ideológica, política o de cualquier otra forma con fuerzas u organizaciones que pudieran llegar a poner en peligro la unidad, la soberanía y la seguridad de la nación, la paz social, la convivencia y el derecho.
  • Servir lealmente a la formación de la opinión pública, sin doblez de intención y sin pretender servirse de ella en ninguna circunstancia.
  • Cooperar con la justicia y no impedir o hacer difícil su misión.
  • Comprometerse responsablemente con la defensa a ultranza de la verdad.
  • Deber de lealtad con la empresa de comunicación en la que trabaja.
  • No abusar de la confianza y de la credibilidad que le otorga el público.
  • Distinguir claramente la información de la opinión para no confundirlas intencionadamente ni utilizarlas sigilosamente con el fin de intoxicar y confundir al público del medio de comunicación.
  • Verificar y comprobar siempre la verdad de las noticias, especialmente cuando estas, al ser difundidas puedan alcanzar una gran repercusión social.
  • Respetar y cumplir la normativa de los códigos éticos y deontológicos.
  • No ampararse nunca en una rebuscada o interesada interpretación de la cláusula de conciencia para faltar a la verdad o a la Ley.
  • Guardar lealtad y respeto al estatuto de la empresa en que se trabaja.
  • No tergiversar o politizar, interesadamente, en beneficio propio o de terceras personas, las informaciones por él elaboradas.
  • Respetar los derechos y obligaciones de los públicos–audiencias ante la información, teniendo siempre conciencia y capacidad para discernir qué información es buena para el hombre y para la sociedad, y cuáles no.
  • No vulnerar el derecho a la intimidad y al buen nombre de las personas.
  • Servir a la sociedad –informándola veraz, imparcial, puntual e íntegramente– a través del medio de comunicación, no sirviéndose nunca de la sociedad utilizando para tal fin el medio en el cual trabaja.
  • Contribuir al desarrollo del medio televisivo con el perfeccionamiento de los métodos y técnicas de trabajo personal.
  • Ser leal con los principios que definen la identidad de la empresa informativa.
  • Mantener una posición activa en la empresa, siendo promotor de iniciativas tendentes a contribuir y a mejorar siempre las condiciones del trabajo profesional, la calidad de la información y la propia estabilidad económica y desarrollo social de la empresa.
     
      Referencias      
     

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BUENO, G., (2002): Televisión: apariencia y verdad. Barcelona, Gedisa.
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VÁZQUEZ, F. (1995): «Vicios éticos de la información», en Cuadernos de Información y Comunicación, 1.

     
     
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1 Lo ideal y deseable sería una reflexión conjunta de profesionales, empresarios, teóricos de la información y de la comunicación, psicólogos y sociólogos, representantes de aquellos sectores y entes de la Administración central y autonómica, asociaciones de usuarios que, seguramente, bastante podrían decir sobre el tema que nos ocupa. Así, desde esta reflexión conjunta, podríamos –y podemos– dibujar la perspectiva que pudiera resultar más objetiva para el estudio y encuentro de soluciones.

2 La inclusión del paréntesis, así como su contenido, es mío. Tal y como ya señalara en el apartado anterior, la participación del público es a todas luces esencial y condición sine qua non para el correcto y legítimo funcionamiento del proceso informativo–comunicativo.

3 La relación de esos valores y responsabilidades no pretende ser una propuesta única y definitiva en la consideración de los supuestos éticos y deontológicos que la impregnan, pueden y deben ser desarrollados por los públicos y sus asociaciones de usuarios. Me limito simplemente a exponer mi propia consideración.

4 Al igual que señalé con anterioridad, esta relación no busca convertirse en una propuesta cerrada y categórica sin posibilidades de revisión. Trata, ante todo, de despertar la reflexión de las conciencias profesionales responsables, pues han de ser principalmente los periodistas, en colaboración con los empresarios para los que trabajan, los que elaboren este tipo de iniciativas.

     
     
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Elena Real Rodríguez es profesora de Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid (España) (ereal@ccinf.ucm.es).