Rédito político y publicitario de interesadas
pleitesías a la demanda

The political and publicity profit that comes from (self-interested)
compliances to the demand

Óscar Sánchez Alonso
Salamanca (España)

     
             
             
     

RESUMEN

     
     

En el mercado audiovisual, las pleitesías (supuestas pleitesías) hacia la demanda no tienen por qué conducir a la mejora del servicio. Ni tienen por qué conducir, ni habrá sido ése –siquiera- el incentivo que las propiciara. Ciertas retóricas populistas (dar al público cuanto pide; mimar a nuestro telespectador como merece) encubren otros propósitos, que no podrán pasarse por alto, si de educación y televisión hablamos.

La importancia de este medio en relación a la educación, el conocimiento y la cultura democrática que prende en una sociedad, no resultan asociaciones insustanciales. Si la calidad de la democracia nos ocupa, desatender esos pilares televisivos y educacionales no parece la mejor de las estrategias. No se eludirá en esta comunicación la responsabilidad que compete a la oferta audiovisual, como no pasaremos por alto la responsabilidad de los actores políticos que, por acción o dejadez, muestran su oportunista complicidad.Sin embargo, sin dejar de lado estos resortes, convendrá también reparar sobre la demanda, cuya responsabilidad, a menudo, ha sido más ignorada.

Conviene, sí, erradicar engañosas idealizaciones, incluida la idealización de esa mitificada audiencia. Al consumidor audiovisual le corresponde su parte de responsabilidad: tanto para el éxito o la consolidación de una iniciativa que juzguemos positiva, como para los fracasos o deterioros que pudieran suscitarse. Esta segunda asunción de responsabilidades suele caer en cierto olvido, puesto que un planteamiento interesado y clientelar, soslayaría las acusaciones no gratas hacia el telespectador. Así ocurre cuando es contemplado como mero público objetivo, destinatario del mensaje comercial que lucra las arcas de la oferta; o contemplado, a su vez, como electorado y caladero de votos, susceptible de ser llevado a un lado u otro del abanico partidista.

Ciertamente, nada tan globalizadocomo la estupidez. Las multinacionales de lo simplón, lo inane y lo trivial disponen de franquicias por doquier; y el engranaje se retroalimenta con aportaciones varias. La oferta (mediática y política) no siempre estará dispuesta a modificar esa dinámica; y si la demanda responde con su aplauso, clientela no faltará en estas ingentes manufacturas del embotamiento. Factorías de irrealidad, sucursales de sumisión, así se muestran, en ocasiones, estas audiovisuales -y acaparadoras- industrias de la servidumbre. No frenarán su instrumental mientras la rentabilidad (crematística y electoral) se siga cosechando.

Si se incentiva el desconocimiento, si se alimenta la incultura, se desarma al telespectador; y se maniata cualquier expectativa de que la demanda reclame y reivindique otra oferta (política y audiovisual) más cualificada y satisfactoria. Desde estas premisas, cobra sentido pensar en una de las amenazas contemporáneas que el periodismo padece: el condicionante clientelar, la presión de la audiencia. En los sistemas democráticos de nuestro tiempo, la rendición ante los públicos cobra mayor protagonismo que otros clásicos adversarios del ejercicio informativo (en tanto que en estos sistemas políticos, el asedio a la información y el conocimiento no podrá venir por la censura manifiesta ni el obsceno ocultamiento). Ese entregado sometimiento a los públicos constata la incidencia de la lógica publicitaria, sobre el devenir periodístico.

     
      ABSTRACT      
     

In the audiovisual market, sheer compliance to the demand does not have to lead us to a better service as a consequence.Some populist rhetoric (e.g. «to give to the public all it wants», «to ‘pamper’ TV viewers as they deserve to be pampered») may merely act as an excuse to effectively disguise other kind of purposes (like political and economic aims). The rhetoric that idealizes the «public» in this way might, thus, have this kind of real (and hidden) agenda. Uncovering such a secret programme does not seem a minor endeavour, as far as we are concerned with education, TV and, especially, the quality of our democracies.

     
      DESCRIPTORES/KEYWORDS      
      Oferta y demanda audiovisuales, telespectador, audiencia, educación en medios.
Audiovisual offer and demand, TV viewer, audience, media education.
     
     

La vieja sentencia del fabulista Iriarte no se ha vuelto anacronismo: Miente quien al público juzga en vano, pues si en dándole paja, como paja; siempre que se le da grano, come grano.No resulta, decíamos, un mensaje caduco; pero a su vez, justo será añadir, tampoco es ley universal.

En el ámbito televisivo, el seguimiento de esa máxima (con su vigencia y también sus alteraciones, variantes e incumplimientos) brinda no pocas lecturas. Dentro del mercado audiovisual, concurren oferta(s) y demanda(s), obligadas a encontrarse (que no siempre a entenderse), y que tendrán que entablar una inevitable relación. De ese encuentro, de ese intercambio recíproco de influencias, parece lo más sensato atribuir una responsabilidad compartida. Responsabilidad compartida tanto para bien como para mal.

1. Calculado olvido de responsabilidades

Para contribuir a la calidad, por ejemplo, de un producto audiovisual, existe responsabilidad por parte de la oferta (en tanto que supo apostar por ese producto, supo vencer presiones y supo renunciar a otras posibilidades que podrían haberle reportado otros frutos); y existe también responsabilidad por parte de la demanda (en tanto que supo elegir esa opción de una forma suficientemente significativa como para que tal producto no quedase en la estacada). Lógico será pensar que si así sucede ante las opciones excelsas y cualificadas, también se proyectarán tal tipo de responsabilidades (en oferta y en demanda), cuando el producto resulta sonrojante, nauseabundo y lamentable.

Sin embargo, por previsible que brote tal reparto de responsabilidades, convendrá subrayar cómo no siempre el proceso es tan automático como pudiera parecer. La demanda, en no pocos casos, parece quedar liberada de toda implicación en la que pudiese salir malparada. Evidentemente, que esto así suceda no es casual: «(...) culpar de algo a las personas que habitan en nuestras sociedades es un auténtico tabú que ni los políticos ni los medios de comunicación osarían romper» (Ruiz Soroa, 2004, Julio 23: 12). Tras ese reseñado tabú se encuentra la rentabilidad mercantil y/o electoral. De ahí esa inocencia que se le otorgará interesadamente a la ciudadanía, liberándola de toda atribución de responsabilidades en aquellas acciones, cuyo balance no se vuelva positivo.

Podemos estar ante el mercado de bienes de consumo, el mercado político, el mercado mediático o, más en concreto, el aludido mercado audiovisual. Las dinámicas serán paralelas, puesto que comparten una misma lógica. El planteamiento estratégico y calculado de las respectivas ofertas soslayaría las acusaciones no gratas hacia la demanda. Y las soslayaría porque el ciudadano, precisamente, no es tanto tratado en esa dimensión; sino contemplado, antes que nada, en su perspectiva clientelar y consumista. Es decir, contemplado por el provecho que reporta: votos (en el mercado político) y audiencia (en el mercado audiovisual). Esa audiencia, a su vez, encarna los consiguientes ingresos publicitarios, pero encarna también influencia (la influencia que supone contar con el seguimiento, la lealtad o, en términos más mercadotécnicos, la fidelización del cliente).Preclaros resultan, pues, los dos «objetivos permanentes» con que Héctor Borrat (1989: 9) caracteriza a la denominada como prensa independiente: «lucrar e influir». Como se observa, y aunque sea empleando otra terminología, ambos propósitos apuntan hacia la complementariedad de las parcelas publicitaria y propagandística.

Hemos pretendido, en consecuencia, comenzar eludiendo olvidos; y de ahí que hayamos prestado atención a la responsabilidad de la demanda, tan usualmente obviada. Convendrá distanciarse, por todo lo dicho, de engañosas idealizaciones; y también de la artificial idealización de la demanda. A la mitificada audiencia, al aplaudido consumidor audiovisual, le corresponde su parte de responsabilidad: tanto para el éxito o la consolidación de una iniciativa que juzguemos positiva, como para los fracasos o deterioros que pudieran suscitarse en el espacio audiovisual. Programadores y espectadores participan de cierta interrelación; y ambos agentes –junto a algunos otros que trataremos de ir incorporando- tienen su parte de responsabilidad en la gestación de ese fructífero grano o de esa baldía hojarasca.

2. Rendición profesional ante los públicos

Desde que comenzó a esbozar sus primeros pasos, el periodismo ha conocido la presión y el asedio, subraya Furio Colombo (1997: 9), de cuatro grandes adversarios: «la escasez de fuentes, la fuerza del poder, el riesgo de la censura y el estado de ánimo de la opinión pública».

Quedémonos con este último enemigo que puede encontrar el ejercicio profesional del periodismo. Es quizá el factor de mayor peso en los sistemas democráticos contemporáneos, puesto que el resto de factores representarían, en principio, menor amenaza: la información goza de un reconocimiento constitucional, la transparencia se abre camino en toda la esfera pública, y la arbitrariedad del poder ha quedado legalmente desmontada.

Así pues, si zafarse de esas tres primeras amenazas resulta más viable en un Estado de Derecho (mientras que cobran todo su vigor y fuerza en un sistema autoritario y dictatorial); con el cuarto de los adversarios (el estado de ánimo de la opinión pública) la fórmula no está sujeta a códigos o reglamentos: ni para su imposición ni para que sean erradicados. La opinión pública (en función de su madurez política, de su conciencia crítica, de su compromiso cívico y democrático) resultará fundamental en el desarrollo del periodismo que la envuelve: «Casi siempre las insuficiencias e inadecuaciones del oficio de periodista (como del oficio de abogado o de enseñante) no se deben a lagunas profesionales (...)», viene a añadir Colombo (1997: 30). Lo que indicarían esas insuficiencias, anomalías o desarreglos no escapa a los ciudadanos. Tanto para el haber, como ahora para el deber, la ciudadanía no es ajena al resultado, por mucho que la estratégica planificación pudiera empeñarse en acreditarlo de tal modo.

La pluralidad y calidad de los medios repercute en sus propios rasgos y particularidades; y asimismo, la propiaopinión pública actúa como acicate, motor y condicionante para el ejercicio profesional. Las complicaciones, en cuanto a la confusión de discursos y propósitos, surgen al aplicar la lógica publicitaria sobre el terreno de la información. Si la noticia adquiere la caracterización de mercancía, no resulta extraño que en su tratamiento se sigan patrones de carácter propiamente mercantil y consumista. La exigencia, en estos casos, no siempre será de algo «mejor», sino «diferente» (Colombo, 1997: 11).

Al igual que sería presumible en otros terrenos, «(...) los medios de comunicación se esfuerzan como cualquier otra empresa en adaptarse a los gustos del público» (Durandin, 1995: 249). No obstante, convendrá dar un paso más. Se comparta en mayor o menor medida la idea de que el consumismo haya también recalado sobre el escenario periodístico, poco habría que objetar, salvo que esas directrices de naturaleza mercantil se erijan en pautas que desequilibren y desvirtúen el propio ejercicio informativo. Así, abordar la realidad desde el punto de vista informativo sin incomodar interés alguno, al menos aparentemente, resulta compleja cuadratura. De aspirar a desenvolverse con unas coordenadas de cierta profesionalidad, ni la selección temática ni su correspondiente tratamiento podrán quedar al capricho o arbitrio de un clima de opinión.

Ese clima de opinión se llega a identificar con el abstracto concepto de opinión pública. Tal equiparación puede resultar simplificadora, puesto que la opinión pública no puede circunscribirse a una única sensibilidad popular, por mayoritaria que ésta fuere. Pero en cualquier caso, para la amenaza que aquí abordamos, no es indispensable que se dé la reseñada asimilación. El enemigo para el periodismo existe en tanto que se realice seguidismo de voces, tendencias y opiniones (sean la hegemónica y mayoritaria o estén en manifiesta minoría). Y hablamos de seguidismo en tanto ejercicio torticero, y no profesional, de la labor periodística. Labor movida por criterios meramente partidistas y/o economicistas, que descuidarán cualquier otra vertiente que no reporte el target correspondiente: la audiencia pretendida o los votantes deseados.

En torno a las presiones de la opinión pública (Maarek, 1997: 255-257; Colombo, 1997: 16-19; Sánchez Noriega, 1997: 368-374), éstas se refuerzan por la conjunción de otros factores: desde la hegemonía del presentismo, con esa tiranía de la inmediatez y con esa actualidad descontextualizada y fragmentaria, hasta la dictadura de los sondeos y el dominante imperio del regate electoralista.

El sondeo, como instrumento de manipulación al servicio de falaces estrategias, es un riesgo constatable. No insalvable, pero tentador. Bourdieu (1985: 131-139) es uno de los autores que ha insistido a ese respecto, acusando a los institutos de sondeos de servir a grupos de presión y de fabricar pseudoacontecimientos y «artefactos», ajenos a pretender una profesional medición de la opinión pública. El fenómeno de la denominada «sondeitis» (Gómez Fernández, 1999: 100) cala en la información periodística, encuentra repercusiones publicitarias y propagandísticas, y manifiesta –como no podría ser menos- indudables connotaciones políticas.

La lógica mercantil que se desprende de la sondeocracia (con su consiguiente amplificación y sobredimensionamiento; con su correspondiente desenfoque de herramientas y propósitos), encierra sus propias amenazas democrácticas. Los peligros del ejercicio político sondeocrático, los peligros de la sondeomanía (Dader, 1992: 488-501) y, de forma más abarcadora, de la mediacracia o democracia mediática (Muñoz Alonso, 1999: 13-53), no conviene pasarlos por alto.

Al igual que podríamos decir respecto a cualquier otra técnica de medición, los sondeos, como las encuestas electorales, presentan sus posibles sesgos, abusos y partidismos(Monzón & Dader, 1992: 473-487; Dader, 1992b: 534-538; Monzón & Rospir, 1992: 508-509). Sin duda merecen la profesionalidad de sus ejecutores y responsables; pero sin duda también requieren nuestra propia vigilancia como ciudadanos. Sería deseable nuestra propia supervisión crítica y controladora, de pretender otorgar, sobre la garantía, alguna fundada expectativa de sostenibilidad. De hecho, por exhaustiva que hagamos la lista de advertencias y amenazas que estas técnicas pudieran encerrar, su auténtica peligrosidad se desprende de que se desenvuelvan sin frenos ni cortapisas, aprovechándose del desconocimiento, la apatía o la indiferencia mostrada hacia sus derivas.

En el ámbito periodístico, las irresponsables e interesadas pleitesías respecto a la demanda no tienen por qué traducirse en un mayor servicio. La calidad del producto (medida, cuando menos, como solvencia de la información e incremento del conocimiento) se habrá visto amenazada, en tanto que los criterios profesionales se hayan desvirtuado por el seguidismo de unas voces, contempladas, sin más, como meras fuentes de ingresos o influencia.

En función de lo dicho, cobra sentido que el estado de ánimo de la opinión pública pueda volverse adversario del periodismo. Someter un criterio profesional al arbitrio de una demanda, por muy mayoritaria que ésta sea, provoca dificultades para el ejercicio informativo. Que la práctica periodística tenga como referente, y razón de ser, el derecho a la información del ciudadano (paso ineludible para contribuir a la forja de una opinión pública libre), no implica la obligatoria rendición profesional; ni conlleva capitular profesionalmente, para dar así satisfacción a los deseos de una voluntad colectiva.

Primero, porque resulta legítimo pensar que existirán públicos no conformes con el hecho de que la labor informativa se oriente y descabale por una lógica publicitaria (Sánchez Alonso, 2000: 569-585). Habrá públicos, en fin, no dispuestos a que la información se desvirtúe por los cauces de la espectacularidad o la distracción, apartándose de todo aquello cuanto no encaje en las realidades acomodaticias, edulcoradas, ensoñadoras y sugerentes. Frente a la realidad publicitaria (no la única realidad de ese discurso, pero sí la hegemónica y mayoritaria) existe una realidad que, siendo menos fotogénica, menos complaciente y menos grata, no por ello deja de ser real, existente y susceptible de encontrar cabida en un discurso periodístico que verdaderamente apueste por la información y el conocimiento.

Y en segundo lugar, porque esos referentes del periodismo a los que aludíamos, precisamente por tenerlos, obligan a no vaciar de contenido la tarea de informar. Si este derecho se viese desvirtuado por el reseñado seguidismo clientelar y publicitario, si se viese despojado de su contribución al bien común y a la esfera sociopolítica y democrática, tampoco merecería la protección constitucional, que en buena lid se le reconoce.

El juicio ponderativo respecto a sus límites, la valoración que trasciende a la que se seguiría en relación a otros derechos fundamentales, emana, precisamente, de que las libertades del artículo 20 no sólo son derechos fundamentales que corresponden a cada ciudadano, sino que posibilitan una institución política fundamental: la opinión pública libre. Ésta se encuentra indisolublemente ligada al pluralismo político; valor superior de nuestro ordenamiento jurídico (junto a la libertad, la justicia y la igualdad), según contempla el Artículo 1 de la Constitución Española de 1978. Por lo dicho, en tanto que la opinión pública libre retroalimenta el pluralismo político (y viceversa), bien puede entenderse la trascendencia de la apuesta. Asimismo, sin esa comunicación pública libre, «quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática» (Sentencia del Tribunal Constitucional 6/1981, de 16 de marzo). De ahí esa particular y ponderada valoración a la que aludíamos, que trasciende a la que sería común al resto de derechos fundamentales (STC 104/1986, de 26 de noviembre. Recurso de amparo 300/1983. Fundamento Jurídico 5º). Desbordaría el objeto de este trabajo contemplar, de forma exhaustiva, la jurisprudencia constitucional a este respecto (González Ballesteros, 1991: 83-89), pero sí nos parecía necesario esbozar, aunque fuese de forma esquemática y testimonial, la envergadura del envite.

Desnaturalizado el ejercicio informativo por un propósito estrictamente clientelar (ya sea para atender a la clientela mercantil, ya sea para atender a la clientela electoral, ya sea para conjugar –cuestión nada inviable- ambos clientelismos), los valores supremos y las instituciones públicas fundamentales a los que se ha aludido, dejan de amparar ese camino. La lógica publicitaria, absolutamente legítima y respetable en el seno de su discurso; distorsiona parte de la labor informativa, orientándola por derroteros que no son, en estricto sentido, los suyos: los que le otorgan, como indicábamos, el máximo mimo constitucional y garantista.

El alcance publicitario va más allá del protagonismo que su discurso ocupa en la sociedad contemporánea. No nos estamos refiriendo, tan sólo, a la ingente porción de tiempo y espacio que su voz protagoniza. El auténtico despliegue publicitario, al menos el que aquí más nos interesa, se debe a su incidencia sobre discursos que (en principio, teóricamente) son de naturaleza distinta. Es desde ahí donde puede observarse la notoriedad política de la publicidad. Habiendo calado sobre cauces de canalización política como, entre otros, el propio frente informativo, la reseñada lógica publicitaria determina parte del devenir periodístico.

Tal incidencia propicia, de forma notoria, pautas desinformadoras; pero dicho esto, y para evitar equívocos, justo será matizar que de ese resultado convendría no culpabilizar a la propia publicidad, sino más bien al lenguaje informativo que, renunciando a señas de identidad propias, optó por imitar un canon (publicitario) que no parecía corresponderles. Una lógica publicitaria, pues, que transforma el periodismo en una práctica pseudoinformativa, tendente al reseñado precipicio clientelar y populista. Palpable resulta, como veremos a continuación, el trecho que separa el servicio público del servicio, estrictamente, demagógico y populista. No es éste un salto irrelevante. Podrá ser un paso enmascarado y lleno de confusiones; pero no por ello resulta un paso carente de significación.

3. Confusión del servicio público con el interés populista

Como podría desprenderse de otras profesiones, la relación de servicio hacia un público no supone que ese público haya de condicionar y menoscabar, aunque sea de forma inconsciente, la profesionalidad que merece, la profesionalidad que le corresponde y la profesionalidad a la que tiene derecho. Dicho de otra forma: que la oferta aspire a servir a su demanda, no implica que la profesionalidad de la primera haya de estar sometida a la caprichosa voluntad de la segunda.

Quizá el ejemplo que sigue pudiera resultar clarificador. La profesiónmédica, como es obvio,guardatambiénunindudablevínculoconla sociedad y el ciudadano; y a esos referentes se debe, en aras de la correcta satisfacción del derecho a la salud. Y precisamente, para velar por esos fines, para salvaguardar ese vínculo de servicio y compromiso, no parece lo más certero someter su profesionalidad médica al designio o la decisión del paciente al que se sirve.

Si prescindiese de su rigor científico, de su criterio profesional y de su honestidad intelectual, con el objeto de ganar más pacientes para su consulta, parece sensato pensar que estaría realizando un flaco favor a su profesión y, en consecuencia, a todos aquellos referentes que le otorgan legitimidad y razón de ser.

El pasaje platónico del médico y el cocinero que han de ser juzgados por un tribunal de niños ilustra ejemplarmente estos aspectos. Ante estos jueces, el médico que fuera acusado de darles amargas pociones, prescribiéndoles incómodos e insatisfactorios tratamientos, difícil tendría su defensa, a pesar de que todas y cada una de las decisiones estuviesen sustentadas en un recto proceder, que aspirara a preservar la salud de sus pacientes. Por el contrario, cuando el cocinero recordase los numerosos manjares que les ha facilitado, resulta presumible la respuesta del tribunal.

En el reseñado diálogo Gorgias, señala Sócrates a Calicles: «Como no entra en mis intenciones adular a aquellos con quienes hablo diariamente, tiendo a lo más útil y no a lo más agradable (...)». Como se observa, esta premisa tiene poco que ver con las prácticas comunicacionales prendidas de servilismo, en este caso frente a los públicos que interesa captar y retener como audiencia, electorado y/o consumidores potenciales. El rechazo a la adulación gratuita se aparta de esas cautelas clientelares en las que a veces pudieran incurrir los medios. Cautelas según las cuales, el curso de su profesionalidad queda sometido al arbitrio y dictado de la demanda.

En consecuencia, la crítica que Platón desliza sobre la retórica, podría encontrar otros ámbitos d aplicación, como con brillantez vislumbra Rodríguez Duplá al estrechar distancias entre ética clásica y ética periodística: «La medida en que la crítica de Platón alcance a ciertas aberraciones hoy frecuentes en los medios de comunicación, depende de la semejanza que guarden esas aberraciones y el proceder propugnado por Gorgias» (1995: 74).

Si hemos traído a colación estas referencias, será porque una labor informativa sometida a los gustos y apetencias del público (sin otros criterios que los de la rentabilidad, sin otras motivaciones que la sonrisa complaciente y alienante, sin otras directrices que la claudicación ante la tendencia mayoritaria o la rendición ante el aplauso de una tendencia más minoritaria, que aspira igualmente a conquistar el correspondiente nicho de mercado),difícilmente permitirá hablar, en sentido estricto, de información y periodismo.

Esa subordinación profesional a la tiranía, asedio y capricho del público (de los públicos, de los mercados), no es ajena a las aportaciones que nos dejaba el médico y el cocinero juzgados por el tribunal de niños. Conseguir que la sentencia dictada por el tribunal (nuestro público objetivo) sea la propicia y rentable para el medio (en términos de influencia o en términos económicos) garantiza poco en cuanto al solvente ejercicio informativo. Lograr el aplauso y apoyo de esos niños (de esos targets), no tiene por qué suponer que la profesionalidad periodística desarrollada haya sido la mejor de las posibles. Ese triunfo del público podría apuntar en la misma dirección que aquí venimos trabajando: el desarrollo y la hegemonía de una lógica publicitaria que habría transformado el discurso periodístico en algo muy distinto a lo que dice ser y (por razones inherentes y sustanciales) debiera ser.

4. Televisión, educación y cultura democrática

Nada tan globalizado como la estupidez. Las multinacionales de lo simplón, lo inane y lo trivial disponen de franquicias por doquier, y el engranaje se retroalimenta con aportaciones y complicidades varias. La oferta (mediática y política) no siempre estará dispuesta a modificar esas dinámicas; y cuando la demanda responde con su aplauso, refuerza y legitima todo el proceso, dificultando, hasta el extremo, el menor atisbo de que el proceso se invierta. Clientela no suele faltar en estas interesadas manufacturas del embotamiento. Interesadas, decíamos, puesto que su ejercicio no resulta en balde, y su labor genera sus costes. Costes, antes que nada, cívicos y democráticos: costes en términos de conocimiento, y costes en términos de cultura democrática de la ciudadanía.

Las factorías de la irrealidad, las sucursales de la sumisión; esas ingentes, y audiovisuales, industrias de la servidumbre, no frenarán su instrumental, mientras la rentabilidad (crematística y electoral) se siga cosechando. De la propaganda franquista no podía esperarse otra cosa: era acorde a la vileza de un nauseabundo régimen dictatorial. Sin embargo, que un sistema democrático que supera el cuarto de siglo de vigencia, aún no haya dado más de sí a este respecto, no deja de ser frustrante.

La acción de esa maquinaria publicitario-propagandística no es inocua. Se encuentra con el fomento de quienes sacan rédito empresarial a todo ello. Pero a su vez, esos stocks de podredumbre y sometimiento encuentran también el amparo y la complicidad de quienes sacan rédito electoral de todo ello. A estas alturas, las proclamas de regeneración audiovisual por quienes podrían, una vez en el Poder, servirse de sus lacras, merecen, por desgracia, la misma credibilidad que Yola Berrocal departiendo sobre la diacronía/sincronía saussuriana; o que Pocholo disertando sobre Leibniz.

La educación encuentra una legítima dimensión política (cívica, constitucional), en absoluto equiparable a la educación propagandística de corte panfletario. Esa apuesta educacional no va ligada a la rentabilidad electoral de quienes pretendiesen pasar por promotores o mecenas de la iniciativa, ni va asociado al provecho electoralista de quienes pretendiesen rentabilizar estas acciones. Esa rentabilidad política de la educación trasciende al unilateral partidismo, para desplegarse sobre el conjunto de la esfera pública y democrática: «Los pueblos no se construyen tan sólo en las urnas y a golpe de sufragios, sino también, y acaso primordialmente, en las aulas, a golpe de lecciones bien aprendidas» (Cuenca Toribio, 2003, Febrero 1: 68).

En esas lecciones bien aprendidas, la televisión tiene algo que decir; y tiene, también, algo que callar. Tiene que callar su servilismo al Poder de turno (poder político, económico y mediático); tiene que callar su instrumentalización partidista y mercantil; tiene que callar las tentaciones de convertirse en una plataforma adocenadoramente persuasiva. La televisión, por el contrario, podría cumplir su misión educativa, y en consecuencia su papel político. Eso sí tiene que hablarlo. Eso sí tiene que decirlo con la firme y decidida voluntad de cumplir ese servicio. El habitual desapego que sufre el termino político es todo un indicio de la gravedad que de aquí se desprende. Lamentable resulta el desprestigio que proyecta, como si contaminase a los vocablos que acompaña. Desalentadora situación donde la connotación política ha pasado a ser equiparable a sesgo partidista, desenfreno militante y tergiversación propagandística.

Clarificados esos equívocos, reivindicamos el potencial educativo y político de la televisión. Potencial que debiera contribuir a la forja de una deseable cultura democrática compartida. Deseable, y añorada, cultura democrática de auténtico anclaje entre la ciudadanía. Un poso que trasciende simpatías y antipatías más coyunturales y de menor alcance. Un poso que trasciende los gustos partidistas de unos u otros; que está por encima –o, para ser más precisos, que se encuentra en la base, en los cimientos- de la distinta afinidad ideológica que cada público pudiera tener. Esa lógica disparidad, esa comprensible cercanía que cada público pueda mostrar hacia unas siglas o corrientes de pensamiento (y/o sentimiento), se volverá algo sano y enriquecedor para el correspondiente Estado de Derecho, cuando la aludida cultura democrática logre sobreponerse a enfrentamientos y juicios más sectoriales y de más corta perspectiva.

Quizá el auténtico conflicto del siglo XXI sea el que encarna la ignorancia. No es éste un conflicto menor ni es éste un conflicto superado. No es menor, puesto además de la trascendencia que tiene por sí mismo, adquiere mayor relevancia por los conflictos añadidos que conlleva (problemas y desarreglos que se incorporan, compartiendo esa matriz). No es tampoco, decíamos, un problema del pasado ya resuelto, ni siquiera, un problema erradicado en las sociedades que se catalogan como desarrolladas, avanzadas y, paradójicamente, del conocimiento.

Mostramos cierta destreza –más de la deseable- para cuadrarnos a toque de corneta mediática: unos soplan para que suene y otros aplauden cuando ya ha sonado... Pero todos ellos sacan provecho (electoral y publicitario; político y mercantil) del manido sonsonete. Entretanto, nosotros, en sumisa posición de saludo, respondemos según el guión previsto y planificado: palabra de Medios; te obedecemos, Propaganda.

Vivimos, qué sé yo, entre expulsiones y bienvenidas. Del abandono en casas granhermanadas y de la salida en triunfantes academias; saltamos, sin interrupción, al entusiasta alborozo por el estelar fichaje futbolístico que nos llega, o la glamourosa boda que se avecina. En este plan tan divertido nos andamos. Entre la ida y el venir, el hola y el adiós, sin saber, por supuesto, dónde vamos; pero desconociendo, asimismo, las vicisitudes del sendero recorrido, y el paisaje que acompaña a la calzada.

Si añadimos, a todo esto, unas pinceladas de insultante cruce de declaraciones y declaración cruzada de insultos (junto a exclusivas y desmentidos, embarazos y paternidades, posados y gresca, robados y querella...), la madre de no pocas servidumbres, en fin, estará más que servida. Facilidades, muchas, tendemos a prestarle, en ocasiones, al Poder. E indicamos un Poder con mayúsculas e indefinido, pretendiendo aludir a la síntesis de otros múltiples poderes, en sus distintos ropajes y manifestaciones, cuya visibilidad no siempre es tan transparente como cabría presumir (Sánchez Alonso, 2004: 567-574).A ese Poder, no de forma excepcional, le brindamos en bandeja su engaño, su mentira, su ocultación y su enmascaramiento. No podrá quejarse de la obediencia indebida, que podemos llegar a regalarle.

No se advierte signo de que esas connotadas factorías de la docilidad puedan llegar a transformarse. Antes tendría que cambiar más de una cosa. Para empezar, nuestra cultura democrática como ciudadanos, como ciudadanía vigilante y controladora del Poder (y no sólo del poder político, que de hecho es casi el poder que menos puede). Sin embargo, me temo, largo se nos fía. Mientras no se modifiquen algunas cuestiones de fondo (cívicas e institucionales), sería ingenuo pensar que una maquinaria propagandística tan eficaz y tentadora vaya a ser desaprovechada, por los inquilinos que pudiesen ir llegando a esas insignes mansiones de mando. Los que estuvieron, los que están y los que pudieran acabar estando ni ofrecieron, ni ofrecen, indicios suficientes de que tales derroteros podrían ir por otro lado.

Esos engranajes adocenadores cuentan con la interesada complicidad del Poder: más allá de las siglas, y más allá de referirnos, en exclusiva, al poder institucionalmente reconocido como político (los poderes económicos y mediáticos también son, de hecho, políticos). Pero a su vez, tales mecanismos de desinformación y sometimiento también precisan la participación de la demanda: se manifieste ésta en forma de expresa colaboración, o en forma de silencio, dejación, desinterés y renuncia.

Puede entenderse, a partir de aquí, cómo las enunciadas pleitesías a la demanda no son improvisadas ni azarosas. Aunque en un sistema democrático hayan quedado atrás prácticas propias de todo totalitarismo, aunque eso suponga, por sí mismo, un triunfo por el que congratularse; apartémonos de los triunfalismos. La prohibición o quema de libros (y cabe hacer extensibles los conceptos) resulta de vuelo corto. «Lo verdaderamente letal», precisa con acierto Muñoz Molina (1994: 68), «es aniquilar en los hombres el instinto y el deseo de la lectura, o no dejar que nazca». Son estas advertencias las que cobran absoluta vigencia y no quedan, en modo alguno, circunscritas al pasado o restringidas a inconclusas tiranías. De ahí la pertinencia de su añadido: «(...) hay hogueras más temibles porque no usan el fuego, sino la ignorancia» (1994: 67).

En consecuencia, el recurso a la imaginación (con lo que de ensanchamiento del aprendizaje supone) reporta una percepción de la realidad más amplia y rica. No se trata de sustituir esa realidad ni ignorarla de forma escapista y evasiva. No se trata de suplantarla o empobrecerla, más bien al contrario, la imaginación también posibilita adentrarse en ella con más tino. Y esa facultad resulta de mayor urgencia, si cabe, cuando encontramos flaquezas y debilitamientos en discursos que, por su propia naturaleza, habrían tenido que enriquecer cultura y conocimiento.

El camino más propicio para fortalecer de forma saneada las raíces democráticas, no puede ser otro que abono, cuidado y riego, implicándose el ciudadano en la tarea. No puede renunciar a su papel ni a su justo y merecido protagonismo, por haberlo dejarlo todo en manos de botánicos, jardineros, floricultores. Cuando Voltaire, por voz de su Cándido, nos incitaba a cultivar nuestro jardín (no que nos cultiven, sino que «cultivemos nuestro jardín»), esa primera persona del plural y ese posesivo reseñados, no podrán desligarse del jardín democrático.

Desde esa acción colectiva, desde esa participación política (Reinares, 1998: 607-631), serán las propias cepas democráticas las que tengan vitalidad y brío suficientes para vencer a opositores y hostiles amenazas (no porque estemos planteando la ilusoria y baladí expectativa de que va a quedar erradicado todo peligro). Y será la ciudadanía la que tenga que suministrar la legitimidad última a todo ese proceso. Será la ciudadanía la que pueda otorgar (dependiendo de su información y conocimiento; dependiendo de su capacidad vigilante, crítica y controladora; dependiendo de su educación y cultura democráticas) auténtica consistencia a ese jardín.

Comenzábamos apoyándonos en la metáfora de Tomás de Iriarte. No cabe, por todo lo dicho, enajenar a la ciudadanía de esa responsabilidad que tiene, y le corresponde, a la hora de que el grano no quede oculto y enmarañado en ese estéril fango arbóreo. Si se incentiva el desconocimiento, si se alimenta la incultura, se desarma al ciudadano: queda desposeído de sus resortes y potencialidades. Se le desarma en su conjunto, en su plenitud; y se le desarmatambién como telespectador. Se maniataría cualquier expectativa de que la demanda reclame y reivindique otra oferta (política y audiovisual) más cualificada y satisfactoria.

Afrontémoslo con cierto aliento, y digámoslo de forma condicional: la banalidad nos haría memos. Ante el amenazante proceso de banalización, de nosotros (demanda y ciudadanía) también depende ayudar a frenarlo... o contribuir, animosos, en su impulso. De nosotros también depende, que ese condicional empleado (que deja abiertas las puertas a la expectativa), no pase a convertirse en un desalentador pretérito perfecto de indicativo. Del «nos haría» al «nos ha hecho» existe un tránsito en el que no podemos, en modo alguno, eludir nuestras respectivas responsabilidades.

     
     
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Óscar Sánchez Alonso es profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca (España) y adjunto a la dirección de la revista científica Comunicación y Pluralismo (osanchezal@upsa.es).